* La corona de espinas de esa violencia es la verbal, la que proviene cotidianamente desde el poder, para descalificar, favorecer la confrontación entre quienes debiéramos contribuir a un proyecto de nación y no a la guerra entre quienes dejan de ser hermanos
Gregorio Ortega Molina
¿Cuántos mexicanos ven determinadas sus vidas por la violencia? No es un tema nuevo, pero se ha generalizado y sofisticado. Queda atrás la sordidez y el silencio que rodeaba a las esposas e hijas martirizadas por los machos del hogar. De los golpes transitaron fácilmente al feminicidio y a las violaciones. Para fortuna de las mujeres mexicanas ya hay hogares de acogida, y se tipifica penalmente el feminicidio, aunque todavía el miedo impone su ley.
Por el momento nadie está exento de ser víctima, por más que griten: abrazos y no balazos. Quienes pueden hacerlo tienen sus cuerpos de seguridad, pagados por ellos o por el Estado, pero siempre está la posibilidad de que las venganzas se cumplimenten, los contratos se satisfagan con la presencia de los cadáveres, o la pésima suerte de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, o la estúpida actitud de exhibir la riqueza, para que un delincuente te quite la vida por el Rolex.
La violencia trastoca la manera en que decidimos disponer de nuestro tiempo. Modificamos horarios y hábitos ante la posibilidad de ser secuestrados o, peor, dar con nuestros huesos en una fosa clandestina, o en un quirófano por aquello del tráfico de órganos.
Desaparecidos y fosas clandestinas son binomio, aunque no necesariamente van de la mano. Algunos o muchos de los que se “rentan” como sicarios dejan de existir para sus familias, cuyas madres buscadoras hurgan en la tierra con la idea de que podrán encontrar una respuesta a la ausencia de un cónyuge, hija o hijo. Nada hay que desaliente más que la incertidumbre.
Pero la corona de espinas de esa violencia es la verbal, la que proviene cotidianamente desde el poder, para descalificar, favorecer la confrontación entre quienes debiéramos contribuir a un proyecto de nación y no a la guerra entre quienes dejan de ser hermanos.
¿Cómo disponer de nuestro tiempo, si descubrimos que la palabra es más dañina que las balas, o los infundios, las calumnias, las desacreditaciones, destruyen familias que parecían bien avenidas?
¿De dónde, entonces, esa peregrina idea de que el tiempo es oro? Es vivir en la angustia de que te toque una bala perdida, te caiga el embargo, el desahucio -en ambos sentidos-, o la bancarrota debido a la inseguridad jurídica sembrada por el gobierno.
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@OrtegaGregorio