Luis Farías Mackey
Somos en tanto diferentes. Mi sentido del yo se perfila y define en presencia de aquello que no se confunde conmigo, que está más allá de mi piel, que no ocupa mi espacio, que no soy yo.
Somos seres únicos, irrepetibles, diversos.
No, por naturaleza no somos iguales. Nadie puede ser más que sí mismo. Algunos tienen muchos sí mismos, pero aún en su esquizofrenia son ellos mismos irrepetibles.
No hay dos gotas de agua iguales.
La igualdad es un invento humano, propio de la pluralidad, del mundo en tanto construcción humana. En la Polis Griega, para tomar decisiones, se igualaron los desiguales bajo el concepto de ciudadanía. Fuera del Ágora, cada quien volvía a ser distinto.
La igualdad puede y debe ser de libertades, derechos, obligaciones, condiciones y seguridades de vida. Por lo menos una igualdad mínima de condiciones de salud, educación, alimentación, seguridades y oportunidades que permita una vida civilizada y humanamente humana y aceptable.
De hecho, la ciudadanía sólo se da cuando el hombre ha sido liberado de sus necesidades más apremiantes. En tanto el hombre viva preocupado para comer ese día y proteger a su familia, no puede pedírsele se ocupe de lo ciudadano. De allí que las sociedades organizadas construyen un mundo humano con condiciones de cierta igualdad que permitan liberar al hombre de sus necesidades esenciales para que así se pueda dedicar a sí mismo, a los suyos y a su comunidad.
La ciudad es espacio de hombres libres, empezando por ser liberado de sus necesidades.
Pero la igualdad, esa invención humana, no puede imponerse sobre la naturaleza. Yo no puedo ser igual a una mujer. Sí, debo de tener con ella igualdad de derechos y oportunidades, premios y castigos, preparación y futuro. Pero ella es ella y yo soy yo. Es en nuestra diversidad que podemos reconocernos, dignificarnos, amarnos, crecernos y procrearnos.
Creo que debemos empezar a cuidar nuestra idea de igualdad, porque ahora hay quien sostiene que ser hombre y ser mujer es lo mismo y ello no es cierto. No puede ser en esencia y lógica. Se dice, incluso, que los hombres, gracias a la ciencia, pronto podrán dar a luz. Y pregunto, para qué querría un hombre dar a luz, si sin él nadie podría. Por igual, para qué quisiera una mujer fecundar, si goza del don único de la maternidad.
En no pocas ocasiones las luchas feministas se olvidan de derechos y condiciones que son privativas de la mujer, como la maternidad, por ejemplo, en busca de un paradigma de igualdad exacta con el hombre que a la larga sólo termina por sacrificar, aún más, a la mujer.
Confunden la riqueza de la diferencia natural con las posibilidades de las igualdades necesarias. Necesarias para convivir sin dejar de ser lo que se es y como se es.
No, no somos iguales, jamás lo podremos ser en naturaleza. La igualdad es una categoría inventada por los hombres y que bueno que así sea, pero una cosa es la igualdad de condiciones y oportunidades y otra igualdad de ser.
Con todo respeto, ¡qué viva la diferencia!
Dentro de la igualdad propia del mundo humano —la tierra es un astro sideral en la naturaleza, el mundo es una construcción cultural del hombre— hoy, por fortuna, se gozan de derechos para quien libremente quiera pueda cambiar de sexo. Lo cual confirma mi aserto: cada quien solo puede ser lo que es o quiere ser; ser otro y no uno mismo dentro de sí no es vivir. Pero lo anterior no niega que siendo cada quien sí mismo, no puede ser más que diferente al otro.