José Luis Parra
En el ajedrez diplomático hay piezas que se mueven por protocolo, otras por cálculo y unas cuantas —las más peligrosas— por impulso. Claudia Sheinbaum acaba de inaugurar su política exterior con una jugada que, en los libros de etiqueta internacional, roza el jaque con los dedos manchados de pólvora.
Desde la Oficina Oval, Kristi Noem —la sheriff designada por Trump para vigilar la frontera y las emociones migratorias— la acusó de haber “alentado protestas violentas” en Los Ángeles. Nada menos. Y todo porque la presidenta mexicana se atrevió a decir en voz alta lo que otros solo cuchichean en recepciones diplomáticas: que las redadas migratorias son un exceso y que, por humanidad, deberían conducirse con respeto al Estado de Derecho.
Oh, sacrilegio.
La respuesta de Sheinbaum fue tan firme como mesurada: es falso. Falso que haya alentado violencia. Falso que haya convocado a la calle. Falso que ella haya cruzado la frontera con pancartas. Pero lo que sí es cierto —y eso duele en Washington— es que un liderazgo latinoamericano empieza a despegar sin pedir permiso. No se trata de bravura, sino de tono. Y el tono, ya lo dijo alguien que sabía de poder, es política.
Noem acusó sin pruebas, y Trump —maestro de la ironía bélica— remató con una de esas frases que huelen a búnker electoral: “Condené la violencia, pero también la detuve”. Lo que no dijo es cómo. Ni con qué costo. Ni a quién.
Porque en esa versión simplificada del mundo en la que vive el trumpismo, todo lo que huela a latino, inmigrante o disenso es sinónimo de peligro. Y cualquier presidenta que se atreva a defender a su gente se convierte automáticamente en instigadora de disturbios.
Así que bienvenida, presidenta, al infierno de las relaciones con Estados Unidos. Donde si no callas, acusas; y si hablas, estorbas.
Lo que resulta revelador es que esta escaramuza diplomática no ocurrió con la DEA, ni con el Departamento de Estado, ni con la CIA, sino con Seguridad Nacional. O sea, con quienes creen que un niño mexicano cruzando el desierto equivale a un misil. No es un asunto de política migratoria, es de miedo étnico.
¿Debe Sheinbaum corregir el rumbo? No. Debe endurecerlo. En un mundo donde los presidentes populistas le hablan a su base con insultos, se agradece una presidenta que defiende a los suyos con ideas. Claudia no está promoviendo el caos, está respondiendo a una injusticia. Y en esa línea, aunque les incomode, podría estar gestándose una doctrina Sheinbaum: ni sumisión, ni silencio.
Eso sí, que no pierda la brújula. Porque entre el activismo verbal y el activismo real hay una delgada línea que suele cruzarse con las cámaras encendidas y sin plan de retorno. Y más si en la Oficina Oval alguien ya prendió el ventilador.
Este capítulo es apenas el prólogo de una serie que vendrá con redadas, discursos, tuitazos y quizás alguna crisis bilateral decorada con banderas y reclamos.
La pregunta es si Claudia Sheinbaum tiene la piel suficiente para aguantar la tormenta.
Y si nosotros, como país, tenemos la madurez para acompañarla sin tragarnos el anzuelo del miedo.