Emilio Trinidad Zaldivar
Aún y cuando desde hace ya suficiente tiempo Enrique Peña Nieto dejó de gobernar este país, lo sigue recorriendo como un fantasma, dice él, para agradecer, defender y destacar “sus múltiples logros”, y sin autoridad moral alguna que le permitiera respeto y credibilidad ciudadana, aparece en las comunidades hecho por sí mismo el más pequeño de los hombres.
Para muchos, un guiñapo que entregó la más alta responsabilidad a su incultura, a su frivolidad, a sus amigos, a los negocios, para hacer de la práctica política, la más repudiada de las actividades.
Fueron sus entrañables amigos los que tomaban decisiones y cambiaban el curso del buen rumbo y destino de este país, para conducirnos al desorden político, a la debilidad financiera, a la podredumbre de valores, hacia la más brutal de las violencias que tienen en jaque a la autoridad y en el terror a las familias.
Luis Videgaray fue el poder tras el trono. Hizo y deshizo cuanto se le ocurrió. Colocó a incondicionales a él y atacó a quienes se significaban obstáculo para sus sueños presidenciales, a grado de quitarlos, exhibirlos, debilitarlos y confrontarlos con Peña Nieto. De eso pueden dar detallada cuenta David López Gutiérrez, Manlio Fabio Beltrones y Carlos Rojas, que padecieron la intriga palaciega de este aprendiz de canciller.
Fue otro Luis, el compadre del presidente, el más prepotente y despreciable de sus hombres, inculto e ignorante de la política, torpe de trato pero hábil para hacer negocios -que ordenaba a sus subalternos llenar de efectivo cajas de zapatos para pagar plumas y comprar medios desde los tiempos de Arturo Montiel-, el que quizás más enemigos le obsequió al presidente.
Hombre mal encarado, de conducta dictatorial, Miranda Nava retaba al más pintado y a las damas las ofendía y amenazaba si no cumplían con sus caprichos.
A una magnífica reportera del Estado de México, Tere Montaño, la confrontó y ofendió porque no le parecía el trabajo que realizaba. Fue cobarde, pero en las páginas del entonces Milenio Edomex que yo tuve la oportunidad de encabezar, lo desnudamos de cuerpo entero.
Estos dos hombres, junto con Gerardo Ruiz Esparza y varios más, hicieron que Peña Nieto claudicara a su responsabilidad antes de tiempo, por sus constantes errores y por sus numerosos escándalos de corrupción.
Aunado a lo anterior, el presidente, más por saberse acotado y limitado desde el primero de septiembre que Morena asumió el control del Senado y San Lázaro que por deseos de que así fuera, no tuvo más remedio que aguantar el desplazamiento del que fue objeto al no tener mayoría en el poder legislativo.
Esa es muy probablemente la mayor de las razones para que decidiera cederle los reflectores a Andrés Manuel López Obrador, sabedor de que nada que hoy proponga al Congreso de la Unión tendrá eco para poder impulsarse. Hoy, el poder que emana del legislativo le pertenece al presidente electo que parece ya en funciones.
Lamentable ver tan pequeño, tras disminuido, tan frágil, a quien juró llevar al país a la mejor de sus épocas. Enrique Peña Nieto será -para el recuerdo y memoria de los ciudadanos- el títere del titiritero Videgaray, que habrá de esconder su tenue figura de la brutal y despiadada crítica de los mexicanos engañados y ofendidos por su vergonzosa conducta.
Seguramente no proyectará ni su sombra. Que pena, que pena.
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