CUENTO
(Versión Corregida)
Ella era una mujer ciega que trabajaba como controladora aérea. Su trabajo consistía en ver; no, más bien en oler que ningún avión se estrellase. Utilizaba unos audífonos y un micrófono –headset-, desde el cual les hablaba a los pilotos. “Aquí control, la pista está libre. Aquí control, espere mi orden para aterrizar”, etcétera. Su nombre era Lalista, pero su amiga -una mujer corpulenta de color morado- le decía de cariño “Elaista”, que más o menos es como sonaba su nombre en inglés.
Elaista vivía sola en su pequeño departamento, hasta el último piso. Como no veía, siempre llevaba consigo un pequeño bastón, que a veces, aparte de ayudarla para su ceguera, también le servía para tomarse selfies. “Aquí bajando las escaleras, a punto de romperme la ma… no”, escribía, cuando subía la foto a su facebook. Elaista no tenía ningún amigo de su edad en aquel edificio, pero esto no le importaba. Porque su único vecino más cercano, un hombre viejo de nombre Merolico, al que le gustaba fumar mariguana, la apreciaba mucho. Éste, aparte de su pequeño vicio, también estaba un poquito loquito; le gustaban las personas de su mismo sexo.
Elaista no tenía a nadie en el mundo, excepto que a su amiga Morada y a su amigo y vecino. Éste, por cierto, siempre le servía como guía. Era el que manejaba su coche. Todas las mañanas la llevaba al aeropuerto. Elaista amaba su trabajo de vigilante aéreo. “Aquí control, no tema estrellarse que yo lo guío. La pista está despejada”, anunciaba, a través de su micrófono. Elaista se la pasaba bomba dirigiendo el tráfico aéreo, tanto así que nunca se daba cuenta cuando llegaba la hora para descansar, o para comer. Su amiga de color morado era quien siempre venía a buscarla. Elaista solamente abandonaba su silla a regañadientes. “En la vida no todo son aterrizajes, nena”, comentaba la amiga de la ciega, mientras la llevaba tomada del brazo. “Espera, ¡espera!, que estoy olvidando mis tortas”, objetaba Elaista. “Definitivamente no todo son aterrizajes”, dijo después, mientras se dirigían hacia el área del comedor. “Mi amigo Merolico, todo lo contrario a mí, ama los vuelos. Y él, a diferencia de los aviones, no necesita a nadie que lo ayude a aterrizar”.
Las amigas comían y platicaban, hasta que Morada se despedía para así regresar a atender su puesto de mercancía fayuca. Ella todo el tiempo se quejaba de que nunca lograba sacar ganancia, porque siempre tenía que estarle dando “mordidas” a los policías para que no la desalojasen. Elaista siempre trataba de consolarla, diciéndole que ella tampoco ganaba la gran cosa, pero que vigilar aviones no era trabajo para ella, sino algo que disfrutaba mucho hacer. Morada desconocía el secreto de su amiga la ciega. Cuando Elaista calculaba que Morada ya estaba otra vez en su puesto, se ponía de pie e iba al baño -que por igual compartían hombres y mujeres, por aquello de la equidad de género, que tan de moda se había puesto por aquellos días.
Apenas y ponía un pie adentro, la ciega corría a encerrarse en una de las cabinas, se ponía de rodillas y a continuación comenzaba a llamar a su amigo, tirándole pedacitos de su torta de huevo. Repetía este acto hasta que aquel ser monstruoso empezaba a emerger muy lentamente del agua. La joven, que no podía verlo, pero sí olerlo, alegremente lo saludaba. “Hola, pedazo apestoso. Te extrañé mucho. Tú, ¿me extrañaste? ¡Mira lo que te traje!” –Luego que su amigo terminaba de comer los pedazos de huevo, Elaista sacaba de la bolsa de su saco un panucho, envuelto con nailon. Luego de quitarle la envoltura, lo asentaba en la orilla del retrete; lo hacía despacio para que su amigo el mojón no se asustase.
Su amigo monstruoso siempre había vivido en este retrete. Nadie, absolutamente nadie en el mundo real lo habría querido, pero Elaista sí. Porque ella misma se identificaba con él. Ambos eran unos marginados, uno por su apestoso olor, y la otra por la forma de sus ojos, es decir por su ceguera. “Estúpida ciega, ¡mira por dónde caminas!” –le espetaban siempre que caminaba por la calle, o dentro del mismo aeropuerto. Pocas personas sabían que estaba ciega, y, cuando olvidaba llevar consigo su bastón, nadie se daba cuenta de su ceguera. Ella todo el tiempo cubría la forma de sus ojos con unos lentes grandes y oscuros.
A pesar de su discapacidad visual, Elaista era muy feliz. Todos los días, al terminar de platicar con su amiga Morada, corría al baño para seguir amando en secreto a su monstruo. Ahora ya hasta eran novios. “¿Me amas?”, preguntaba, mientras alimentaba al mojón. Y éste, que no podía mirar, pero sí apestar, le contestaba como podía: intensificando su hedor. “Oh, ¡¿de verdad?!” –exclamaba la ciega al olerlo… Nadie en el mundo real habría aceptado -o habría visto con buenos ojos- una relación como aquella. Por eso que a Elaista le gustaba estar ciega. Porque así no tenía oportunidad para caer en el grave error de juzgar a nadie por su aspecto…, o por su olor.
Elaista fue feliz…, hasta que un día ¡alguien descubrió su secreto! Una persona la había seguido hasta el baño -un hombre muy chismoso, que nada mejor tenía para hacer que espiar a una mujer ciega como ella-, y la había escuchado hablar, aparentemente sola. El hombre chismoso desconocía la existencia del mojón. Éste solamente ante los ojos de su novia se aparecía, porque nadie más lo quería.
Luego de escuchar a la ciega, el hombre golpeó la puerta. Al ver que no le abrían, siguió insistiendo. Elaista, un tanto molesta, le abrió. Y al hacerlo, el chismoso puso cara de avergonzado. Porque entonces se dio cuenta de que ella estaba ciega. Elaista se había quitado los lentes. “¿Sí?”, preguntó al hombre. “Oh, ¡lo siento mucho!”, se apresuró a responder el otro. “No creí que… No creí que esta cabina estuviese ocupada –dijo, y salió corriendo del baño. Elaista suspiró de alivio. Creyó que el peligro ya había pasado. Sin embargo, no imaginaba lo equivocada que estaba.
Una semana después, el alma se le cayó a sus pies. Porque entonces se enteró de que el aeropuerto sería remodelado, incluido todos los baños; desde luego. Los retretes viejos serían arrancados para ser suplantados por unos nuevos y modernos. Ya nadie necesitaría del papel higiénico, porque los nuevos artefactos venían equipados con un sistema que, después de cada cagada, sacaba un chorrito de agua que lavaba y secaba el culo de las personas. “¡No!”, se alarmó Elaista. “Se llevarán la casa de mi monstruo y lo destruirán junto con él” “¡Debo de hacer algo para impedirlo!”.
Esa tarde, cuando la hora para almorzar llegó, Elaista se mostró muy ausente con su amiga Morada. No le hizo ningún caso a lo que ella le platicó. “Fíjate que mañana me llegan unas cien cajetillas de cigarros egipcios. Mira que si los vendo a muy buen precio…” “Nena, creo que ahora sí podré sacar para un Smartphone”. “Tan bonitos y tan delgados que están esos benditos teléfonos” “Elaista, si sabes cuáles son, ¿no? ¿Los has visto? Son esos que traen la figurita de una sandía en la parte de atrás”. Pero Elaista no la escuchó; seguía ida. Su mente estaba en otra parte, lejos de la conversación de su amiga. “Debo de sacarlo, antes de que los albañiles vengan a quitarlo”, reflexionó la ciega, mientras acariciaba con sus dedos su Smartphone, asentado sobre su falda.
“¿Nos vemos para cenar al rato?”, preguntó Morada. “No. Hoy no podré”, respondió la ciega. “Tengo algo urgente que ver –las dos mujeres rieron al darse cuenta de la ironía dicha por ella-, es decir, algo que resolver”. “Puedes contármelo si quieres”, sugirió Morada. “Tal vez y pueda ayudarte”. “No, no creo que sea buena idea”, dijo Elaista. “Déjame verlo primero –otra vez rieron-, y después te digo, ¿va?”. “Bueno, como tú quieras –replicó su amiga-, pero que conste que estoy preocupada…” Ambas se besaron, y después cada quien se fue por su lado.
Apenas llegó a su puesto, Elaista sacó el Smartphone de su bolso y buscó con la voz el número de su amigo Merolico. Éste se encontraba como siempre, solo, en su casa. Sentado en su sillón viejísimo, pero muy cómodo, veía la caja idiota, al mismo tiempo que checaba su Facebook. Hacía stalking a una persona que le caía muy mal, cuando entonces se sobresaltó por el timbre repentino de su teléfono.
“Que quieres que haga ¡¿qué!?”, preguntó por segunda vez. “Pero es que acaso estás loca…” –Silencio. Merolico escuchaba las explicaciones de su amiga la ciega, mientras hacía muecas. “Ok, ok, ¡está bien!”, respondió al fin. “Pero si nos atrapa la policía, diré que yo no tengo nada que ver…” Todo el plan ya estaba hecho. Ahora solamente faltaba esperar hasta mañana, que sería cuando Elaista entraría al baño. Pondría a salvo a su príncipe mojón. No iba a permitir que alguien le hiciera daño.
“Bip, bip”, empezó a sonar su despertador. Elaista alargó su brazo para apagarlo. El reloj, en forma de ojo humano, descansaba sobre una mesita, a su lado derecho. “¡Ya cállate!”, dijo la ciega, al no encontrar el botón con sus dedos. El reloj sonó unos segundos más, hasta que ella lo aventó. El reloj se estrelló contra la ventana, rompiendo los cristales. “¡Así está mejor!”, exclamó la ciega, con una sonrisa de triunfo en sus labios.
“Qué flojera tengo”, dijo, cuando al fin se levantó para ir al baño. Ese día no sufrió lo que casi todos los días; no tropezó con nada. Al estar dentro de la tina, acercó su mano a la pared y abrió la llave. Pasada media hora, la tina se llenó. Elaista, como casi todos los días, se puso a jugar un poco con su cuerpo.
“Ah, ¡qué riiiiico!”, rumió, pero no por el agua tibia, sino que por otra cosa. ¡Sus dedos! Sus dedos sostenían un pedazote de pizza que le había sobrado la noche anterior. Elaista tenía la fea costumbre de acompañar su baño de todas las mañanas con cualquier pedazo de comida no tan saludable. “Ahhh… ¡qué rico pedazo de pepperoni!”
La joven ciega sumergió todo su cuerpo en el agua. Le gustaba mucho imaginarse cosas. Algunas veces, por ejemplo, fantaseaba que Dios estaba ciego como ella, y que por lo tanto este era el motivo del porqué la gente estaba ciega, que a pesar de tener lo que ella no tenía –visión-, sus cegueras eran mucho más peores que la suya. “Sí, ¡definitivamente no pueden ver como yo!”, se burló Elaista.
“¿Crees que podamos salvarlo?”, preguntó muy preocupada la ciega a su amigo Merolico. “La verdad es que lo dudo”, respondió Merolico. “Dices que hay mucha vigilancia, ¿no?” Elaista asintió. Su amigo estaba en lo cierto. Aparte de la mucha vigilancia por todo el aeropuerto, también había muchas cámaras, a las cuales, como a un vecino chismoso, no se les escapaba nada. La ciega estaba muy inquieta. Su amigo Merolico, al notarlo, le extendió su brazo y entonces le ofreció una bocanada de su cigarro de mota. Elaista lo rechazó moviendo su mano. Respetaba mucho a su amigo, pero ella no era partidaria de la hierba verde. “Tú te lo pierdes”. Merolico chasqueó los labios.
El taxi de la compañía “Ubre de Vaca, Company” avanzó lentamente entre todo aquel tráfico de la mañana. Merolico descubrió a última hora que el coche de su amiga no arrancaba. Al enterarse, le dijo a la ciega que llamara a uno de esos taxis. Pero Elaista estaba muy preocupada. Sentía mucho miedo de que la violaran o que la mataran por el conductor de aquel vehículo. Y aunque no iba sola, aun así, creía que tanto ella como su amigo corrían un grave peligro mientras estuviesen dentro de aquel taxi. “Tranquila”, le dijo Merolico cuando vio que ella temblaba. “El tipo no tiene cara de maleante”. “Es más, hasta parece ser mi tipo”. “Si tan sólo pudieses verlo”, bromeó, “creo que hasta te olvidarías de tu novio el mojón…” “Merolico, ¡basta ya!”, lo regañó Elaista, al tiempo que buscó con la mano su boca. “¡Elaista!”, gritó Merolico, indignado. Su amiga le había arrebatado su churro y lo había aventado por la ventana del taxi. “Ahora estamos a mano”, sonrió la ciega.
“Estimado pasajero, le agradecemos que haya escogido Ubre de Vaca, Company…” empezó a decir una grabación, mientras el vehículo se detenía. “Esperamos que su viaje haya sido muy placentero…” “Bueno, al menos el conductor no me ha asaltado”, bromeó la ciega. A una amiga suya la habían ultrajado en uno de esos taxis. Elaista iba con ella esa vez. Viendo que el hombre la manoseaba, sacó de su bolso una botella de acetona, la cual destapó y aventó al agresor. Pero éste la esquivó por completo. Después, viendo que Elaista representaba más peligro que su amiga, la dejó inconsciente, golpeándole la cabeza. A continuación, el tipo sujetó a Elaista de los brazos. Los dos empezaron a forcejear. Elaista trataba de zafarse, pero el tipo era más fuerte. Elaista se horrorizó mucho cuando el hombre levantó la botella de acetona. “¡Mira lo que te haré!”, dijo el maleante. “¡Nooo!”, gritó Elaista. El hombre logró sujetarle los dos brazos con una sola mano. La cara de Elaista quedó libre. “Mira qué bonitos ojos tienes”, dijo su agresor, con tono burlón. “Lástima que de ahora en adelante tengas que esconderlos…” “¡Maldiiiiiito!”, gritó Elaista al sentir que la acetona comenzaba a quemarle los ojos…
Así es como había perdido la vista. Ella, que vivía en un país llamado México, jamás obtuvo justicia. Y su amiga, gracias a este incidente, perdió la razón. Luego de un tiempo de deambular por las calles, sucia y loca, se suicidó. Nadie sabía esta parte en la vida de la controladora aérea, ni su amiga Morada ni Merolico.
“¡Date prisa!, le pidió la ciega a su amigo, ya que su olfato había empezado a percibir el intenso olor de su perfume. Merolico tenía por costumbre rociarse mucho de aquel líquido cuando se encontraba a alguien con quien flirtear. Ahora se había detenido para coquetear con el conductor del taxi. El zapato de la ciega golpeaba con impaciencia el asfalto. “¡Merolico!”, lo llamó al ver; no, más bien al no sentir su presencia junto a ella. “¡Ya voy, amiga!”, respondió Merolico, mientras terminaba de garrapatear en un papel su nombre y su número de celular para dárselo al taxista. “Merolico. Avenida Hierba Mala Nunca Muere. Colonia Centro. 674 8419 1066”. “Te di hasta mi dirección”, gritó al taxista, mientras su amiga lo jalaba por la manga de su camisa.
“¡Ay, Elaista! ¡Qué suerte tienes! Mientras que tú ya has encontrado a tu príncipe apestoso, yo solamente sigo y sigo esperando al mío…” Merolico se había puesto melancólico. Porque ya sabía que su amiga huiría, dejándolo a él por siempre.
“¡Por aquí!”, le indicó la ciega, apenas traspasaron las puertas del aeropuerto. Merolico se dejó conducir por ella. Elaista trataba de caminar con paso normal, para no levantar sospechas. Era sábado, su día de descanso. “¡Por qué no es quincena!”, se recriminó la ciega. “Así habría tenido la excusa perfecta para estar aquí ahora”. “¿Ya mero llegamos?”, preguntó Merolico, doblando las rodillas. “¡Tengo ganas de orinar! No debí de haber tomado mucho tang”. “¡Aguántate!”, lo amonestó la ciega. “Justamente para el baño vamos”.
Aquel aeropuerto era muy grande. Tenía fama de ser uno de los mejores del mundo en cuestiones de seguridad. No pasaba ni un solo día en que aquí no se decomisasen todo tipo de fechorías, desde cargamentos de cocaína, hasta dvd´s piratas. La amiga Morada de Elaista no corría peligro, porque su puesto lo tenía en la puerta del aeropuerto, donde los propios policías lo cuidaban muy bien. Morada ¡siempre les daba “una buena propina!”. Por cierto, que ese día ella no había abierto su changarro, porque se ofreció a ayudar a su amiga, de principio a fin.
“¿Trajiste lo que te pedí?”, preguntó Elaista a Morada, mientras le ponía seguro a la puerta del baño. “Sí, sí; ¡por nada en el mundo lo habría podido olvidar, mi querida amiga! Pero ya, ¡dime!; ¿para qué lo quieres?”. “Ahora lo sabrás”, replicó Elaista, al tiempo que metió su mano en la bolsa de lona que su amiga Morada le trajo.
“Toma”, le dijo a Merolico. Éste agarró lo que ella le daba. “Ya puedes empezar”, dijo Elaista. “Allí es”, indicó el piso. Merolico se movió. Caminó hacia la cabina, abrió la puerta y luego se agachó para empezar a trabajar. “Trata de hacerlo con cuidado”, le sugirió ciega.
Merolico entonces colocó la punta del cincel en la parte baja del retrete. Luego empezó a golpear la punta con el martillo. El ruido de los golpes empezó a preocuparle a la ciega. Sentía miedo de que alguien afuera lo escuchase. El ruido era ensordecedor. Parecía rebotar contra las cuatro paredes del baño.
Los minutos fueron consumiéndose en la ardua tarea que el amigo de la ciega realizaba. El espacio que él tenía era muy reducido. Le costaba mucho mover el brazo para poder golpear el cincel. Su frente sudaba mucho, a pesar de lo fuerte del aire acondicionado. Tal vez y sus nervios era lo que lo propiciaba. Merolico ya llevaba varias fallas. El retrete presentaba rasgaduras poco considerables, pero el resto de su cuerpo seguía estando intacto.
“¿Falta mucho?”, preguntó la ciega al apoyar su mano en el hombro de su amigo. “Sólo unos cuantos golpes más y listo”, contestó Merolico, jadeando por el esfuerzo. “Dice que falta poco”, le comunicó la ciega a Morada. Las dos permanecieron de pie, en espera de que Merolico terminase su labor.
Afuera había empezado a llover. Una lluvia torrencial bañaba toda la ciudad, pero ninguno de los tres lo sabía. Encerrados como lo estaban, Elaista no imaginaba que la naturaleza parecía estar de su lado. Su fuga iba a ser más fácil, si es que lograban alcanzar la calle.
“¡Ya está!”, gritó Merolico, lleno de júbilo. Por fin había logrado desprender del suelo el retrete. “Elaista, ¡ya puedes llevártelo!”, añadió, mientras se quitaba los restos de cemento blanco. “¡¿Lo estás diciendo en serio?!”, preguntó la ciega. “Sí, sí, ¡pero date prisa!, antes de venga alguien”.
El baño ya llevaba cerrado más de cuarenta minutos. Por suerte que durante todo este tiempo ellos solamente habían escuchado unos tres o cuatro veces golpes sobre la puerta; pero la ciega para nada se había visto en la obligación de abrir. Su amigo Merolico ya le había contado que de ser descubierta la condenarían a muchos años de prisión por el delito de robo en propiedad federal.
“¡Pesa mucho!”, se quejó la ciega cuando intentó levantar ella sola el retrete. “¿Y no puedes solamente llevártelo a él?”, preguntó Morada. Elaista ya le había contado a su amiga el contenido del retrete. “¡No!”, replicó de inmediato la ciega. “Moriría”. “Es como un pez. No puede estar fuera del agua mucho tiempo”. “Menudo pedazo de mier …” “¿Qué?”, preguntó la ciega, buscando con su olfato el cuerpo de Morada. “No, ¡nada!”, se apresuró a responder Morada. “Sólo estaba preguntándome si hoy era mier… coles”. “No”, contestó ingenuamente la ciega. “Hoy es sábado”. Merolico le había dirigido una mirada de complicidad a Morada. “Uff”, pareció decir el viejo, pasándose una mano por la frente. Morada había estado muy cerca de ofender a su amiga por su noviazgo con un pedazo de excremento. Ella no podía entenderlo. ¡Qué era lo que Elaista le había visto a ese ser tan asqueroso! Tal vez y nunca lo sabría; pero no por eso iba a dejar de apoyarla.
“A la cuenta de tres”. “Uno, dos, ¡tres!”. Morada le propuso a su amiga cargar el retrete entre las dos. Elaista aceptó su idea gustosamente. “¡Ya está!”, dijo Morada. “Ahora solo cuida de que no te se vaya a resbalar”. Antes de esto, le colocaron una bolsa de nailon al fondo del retrete para mantener en agua al mojón. Los tres habían debatido mucho sobre cómo podían transportarlo. Llegar a una conclusión les tomó menos de cinco minutos. Ellas cargarían el retrete y Merolico vigilaría el trayecto. Si en el camino se encontraban con alguien que pudiese interferir en el plan, Merolico lo golpearía con el bastón de la ciega. “Tal vez y ustedes no lo sepan, pero de joven fui karateca”, presumió Merolico a las mujeres. “¿Eso cuando fue?”, preguntó Morada burlonamente. “¿Antes o después de la extinción los dinosaurios?” “¡Muy chistosita!”, replicó el viejo. “No”, añadió. “Creo que fue ¡antes de que a ti te pintasen de ese color!”. “¡Oye, viejo! ¿Qué te pasa?”. A Morada le molestó el comentario de Merolico. “Hey, hey. ¡No es hora para discutir! -dijo Elaista, extendiendo los brazos entre ellos dos. “Y tú, Morada. Si no te gusta que te gasten bromas, ¡pues entonces no las hagas!”. Fin de la conversación.
“Libre. ¡El pasillo está libre!”, les anunció Merolico. “¡Ya pueden salir!” Ellas lo hicieron. Con las manos sujetando el retrete semi redondo, ambas empezaron a salir muy lentamente. El camino hasta la calle les parecía un imposible, pero no por eso iban a detenerse. Hasta ahora no habría problema; el pasillo era plano, pero, ¿y cuando llegasen a las escaleras? No iban a poder usar el elevador, porque si lo hacían, solamente corrían más peligro de ser vistos. Ironía. La joven ciega deseaba ahora que todos estuviesen como ella, para así poder escapar sin ningún problema; pero esto solamente era un deseo que estaba muy lejos de ser real.
“¿Acaso a ti te habría gustado ser arrancada de tu puesto de fayuca?”, se defendió Elaista cuando Morada le dio a entender que haber traído una cubeta para transportar a su amado habría sido una cosa mil veces más fácil. “¡¿Es que acaso no entiendes que este retrete es su hogar?!”, dijo Elaista al apuntar el pedazo de porcelana con su mentón. “Perdona, mejor no vuelvo a decir nada”, dijo Morada.
Pasado un rato, los tres ya habían avanzado una distancia considerable. Las cámaras de vigilancia, hasta ahora, parecían estar como Elaista: ciegas. Precisamente estos artefactos eran los obstáculos más difíciles a los que debían de burlar. Elaista sabía muy bien que cuando algo anormal sucedía en el aeropuerto, las sirenas de emergencia se encendían para empezar a sonar de manera ensordecedora. Al escuchar el ruido inconfundible, las personas armaban un caos enorme.
Una vez la joven ciega presenció con sus oídos un caso único y muy gracioso. Dos viejitas armaron un gran alboroto. Las dos gritaban: “Vieja loca”. “¿Loca? ¡Tu abuela!” El policía, que trataba de separarlas, al comprobar que no podía, fue y activó las alarmas. Tiradas en el piso, las dos ancianas se jaloneaban ahora los pelos y las ropas. La pelea entre ellas empezó porque una le quitó a la otra la oportunidad de poder saludar a su actor favorito, quien había llegado a la ciudad para promocionar su nueva telenovela.
Elaista, a pesar de no ver, conocía el aeropuerto como la palma de su mano. Así que ahora sabía exactamente donde se encontraban parados. Y esto le daba mucha alegría. Saber que les faltaba poco para llegar a la calle, la llenaba de alegría. Elaista, que, aunque era ciega, no hacía más verse feliz con el amor de su vida. Su ensoñación era tanta que nunca escuchó la pregunta de Morada. “Perdón, ¿decías algo?”. “Que ¿cuándo vamos a descansar?”, repitió Morada, con el pecho jadeante. “Morada, Morada”, empezó a decir Elaista. “¡¿Ves por qué siempre te decía que no tomes mucha coca-cola?! Ahora mira las consecuencias. Ya casi te mueres por caminar menos de un kilómetro.” “Perdón, amiga. Tenías razón”, dijo Morada. “Te diré una cosa que haré”, continuó ella. “Si logramos salir de esto sin ser descubiertos o arrestados, ¡te juro que lo dejaré! ¡Ya no volveré a tomar ni una sola gota de ese maldito veneno negro!”
Elaista se encontraba a punto de decir algo, cuando entonces Morada añadió muy seriamente: “Ahora solamente tomaré pura pepsi!” “Ay, Morada. Veo que no tienes ¡remedio!”, dijo Elaista. “¿Y ahora qué fue lo que dije?”, preguntó Morada. “Nada”, contestó la ciega. “Tú sólo sigue caminando, que no falta mucho”.
Minutos después, finalmente hicieron su aparición en lo que venía siendo la última parte del trayecto. “Esperen, ¡ESPEREN!”, pidió la ciega a sus amigos. “¿Qué pasa?”, preguntó el anciano. “Dime, Merolico”, pidió saber Elaista. “¿Tú crees que podamos cruzar el lobby, sin levantar sospechas?” “¡¿Por qué no?!”, exclamó el viejo. “Elaista, por si no lo sabes te lo diré”. “En el mundo hoy pueden verse cosas más locas que la que ahora nosotros hacemos”. “Entonces que no se diga más”, respondió la ciega. “¡Avancemos pues!”.
El triunfo se miraba muy cerca. Solamente unos cuantos metros más y ella sería feliz con su pedazo de excremento.
“Uno, dos, ¡tres!”. Las dos levantaron nuevamente el retrete para seguir caminando el último tramo. El pasillo estaba un poco oscuro. Parecía un túnel. “Hola, guapo”, saludó Morada a un hombre que al pasar junto a ella la miró con ojos incrédulos. “¡Es la nueva obra de arte contemporáneo!”, gritó, mientras el hombre se alejaba. “¡Vale muchos millones de dólares! ¡Es por eso que lo sujetamos con mucho cuidado!”, siguió diciendo, a pesar de que el hombre ya había desparecido. “Si lo llego a soltar y se rompe por mi culpa, uf; ¡ni vendiendo toda la mercancía pirata de toda la China podría pagarlo! ¿Verdad que sí, Elaista?” La ciega no pudo más que asentir con la cabeza, al tiempo que se carcajeaba mucho por la ocurrencia de su amiga.
“Auxilio, ¡auxilio!”, empezó a gritar una mujer rubia no natural que escuchó lo que Morada había dicho. “¡Esas mujeres se están robando una escultura!” “Policía ¡policía! ¡Que alguien las detenga!” La mujer buscaba a su alrededor con desesperación.
Después de ver que no venía nadie para frenar a las presuntas ladronas de arte, metió su mano en su bolso. “¡No dejaré que escapen!”, dijo, mientras sus dedos apretaban su encendedor. Luego de meter su mascada de seda en el envase de vidrio que guardaba en su bolso, le prendió fuego a la punta.
“¡Uay!”, gritó, cuando el fuego le alcanzó un dedo. Después lo arrojó. El envase, al estrellarse contra la pared, hizo “crash”. Las alarmas enseguida se encendieron, emitiendo su ruido inconfundible.
– ¡Se fueron por allá! – dijo la rubia cuando unos hombres vinieron corriendo.
– ¿Cómo eran? -preguntó uno de ellos.
-Así y así. -La rubia hacía señas con sus manos. Luego dijo apresuradamente-: Dos son mujeres. Una de ellas es de color morado, y la otra lleva gafas de sol. Y el otro es hombre. Es así y así, ¡ya sabe!
-No, ¡no sé! -replicó el policía-: Dígame, por favor.
– ¡Ya sabe! ¡Así! -Ella daba unos pasos, tratando de imitar el caminar de Merolico.
-Quiere usted decir que es ¿gay?
-Bueno, si así es como se les dice, pues sí, gay. Yo recuerdo que en mi juventud- la rubia adoptó una pose de pura coquetería-, bueno, aunque aún sigo siendo joven y bella, ¿verdad?; se les decía de otra manera… ¡Pero qué policías más groseros! ¡Cómo se atreven a dejar hablando sola a una dama tan bella como yo!
“Atención a todas las unidades…” “Tres presuntos ladrones de arte se encuentran transitando sobre la avenida Chichis Gigantes”. “Van a toda velocidad”.
– ¿Escuchaste lo que dijeron’? -preguntó Elaista a Merolico-. ¡Pero qué autoridades más mentirosas! Si ni siquiera has arrancado, y ellos ya están diciendo mentiras.
Cuando traspasaron la puerta principal del aeropuerto, Merolico hizo un chiflido. La lluvia ya había pasado. Un hombre entonces surgió de la nada. Al llegar junto a Merolico, éste le dio las gracias y luego le entregó algunos billetes. El hombre se despidió de él.
“¡Es más hermoso de lo que creí!” Merolico contemplaba el vehículo que él mismo había encargado. Aquella cosa tenía una forma de lo más graciosa. En la parte de adelante iba una moto, y en la parte de en medio un pedazo de fierro largo, que sujetaba un remolque. El remolque carecía de techo. A modo de asientos, Merolico ordenó que le colocaran dos pedazos de tabla, lo suficientemente anchas y duras como para poder soportar un culo como el de Morada. En una esquina del remolque iba sujetada con un pedazo de cable una bocina con bluetooth. El vehículo estaba complemente equipado para huir como Merolico lo quería.
– ¡No lo puedo creer! -exclamó la ciega-. ¡Huiremos mientras tocamos mi canción favorita!
-Así es, querida amiga -respondió Merolico, mientras trataba de arrancar la moto.
“Yahoo”, gritó la ciega y su amiga. El viento empezó a alborotar el pelo de la ciega. Su rostro irradiaba pura felicidad. Merolico disfrutaba como niño. Después de esto, sabía que nunca más volvería a subirse a una moto, y mucho menos a conducirlo como ahora lo estaba haciendo. Siempre había sido un hombre muy temeroso. Pero ahora, debido a las notas poderosas de la canción, su miedo ya no existía.
– ¡Viva la vida! –gritó Morada, completamente emocionada por estar huyendo a toda velocidad.
Luego de unos minutos, la canción se terminó, pero la ciega enseguida la volvió a comenzar. Los tres cantaban. Elaista sostenía con mucho cuidado el celular de Merolico. Una y otra vez escucharon la misma canción, hasta que finalmente llegaron al lugar que Elaista quería.
“Dense prisa, ¡la policía se acerca!”, gritó Merolico, mientras se bajaba de la moto. “Adiós, Morada”, empezó a despedirse Elaista. “Adiós, Merolico”. “Gracias por haber sido todo este tiempo como un padre para mí”.
Merolico había empezado a sollozar. “Elaista, amiga”, dijo después. “Espero que tu novio el mojón sepa cuidar de ti, y si no, ya sabes que aquí siempre voy a estar para ti”. Si ves que no te va bien con él… Perdón, quiero decir: si hueles que el mojón no te trata bien, déjalo y regrésate para donde ya sabes”.
“Gracias, Merolico”, respondió Elaista. Luego lo abrazó. “Morada. ¿Dónde estás?” Elaista buscó con su olfato a su amiga, a la cual también abrazó, fuertemente. “Toma”, le dijo cuando la soltó, “es para ti”. “¡No lo puedo creer!”, exclamó Morada. “¡El teléfono de la sandía!” “¡Gracias, Elaista!”. “De nada, amiga. Es tuyo. Lo único que tienes que hacer es comprarle un chip nuevo. Ah, pero eso sí. Trata de que sea original, y no como la mercancía que vendes”. “Lo intentaré”, respondió Morada, sonriendo de alegría. “Adiós entonces, Morada”. “Adiós, Merolico”. Merolico solamente se limitó a decir adiós con su mano. Le costaba mucho hablar. “Él te espera”, pareció decir cuando movió su cabeza en dirección hacia el retrete.
Elaista caminó entonces hasta donde se encontraba asentado el retrete. Merolico, para no llorar, rápidamente sacó su teléfono e hizo que empezará a sonar otra vez la canción de Starship. Las notas tan alegres y poderosas, rápidamente ocuparon todo el espacio del estacionamiento. Elaista miró a su novio que la esperaba. “Aquí estoy”, le dijo, al pasar sus dedos por la orilla de aquel recipiente. “La hora para unirme a ti ha llegado”. Estaba más que emocionada.
“¡Hágase la luz!”, exclamó la ciega. Merolico y Morada, al escucharla decir esto, se miraron entre sí. Creyeron que su amiga se había vuelto loca. “¡Hágase la luz!, ¡hágase la luz!”, repitió Elaista. Pero nada sucedía.
“¡No sé!”, pareció decir Merolico a Morada, moviendo sus hombros. Morada se le acercó para susurrarle algo. “Creo que la hemos perdido”. “Definitivamente se ha vuelto loca”.
Los dos entonces decidieron acercarse a Elaista para preguntarle qué le sucedía. Dieron dos, tres pasos; y, de repente, se detuvieron cuando vieron que una luz muy brillante brotaba del retrete. Esto los dejó con la boca abierta. Ninguno de los dos podía creer lo que veían. Elaista, que no podía ver, pero sí oler, solamente sonreía de pura alegría.
“¡Ya me habías asustado!”, gritó al retrete. Y de aquí surgió una voz que le respondió: “¿De verdad?”. El tono de la voz era muy varonil y sexy.
– ¡Pero qué hombre más hermoso! -gritó completamente extasiada Morada. Aquel ser ya había terminado de emerger del interior del bacín. Ahora se encontraba de pie, frente a Elaista.
– ¡No lo puedo creer! -exclamó Merolico. Creía que lo que sus ojos veían ahora era producto de sus muchos años de fumar mariguana. Y no era para menos. Aquel ser viscoso y asqueroso, nuevamente había recuperado su forma y aspecto original. Ahora era un hombre hermoso, al que solamente la ciega pudo verle desde un principio su verdadera esencia. Ahora él no solamente era bello por dentro, sino que también por fuera. La historia del por qué se convirtió en una mierda, eso, jamás sería revelada.
– ¿Me das un beso? -preguntó tímidamente el hombre guapo a la ciega.
– ¡Sólo si ya te has cepillado los dientes! -bromeó Elaista.
Instantes después sus bocas se fueron acercando, lenta, muy lentamente…, hasta que por fin se unieron. Se besaron, primero muy despacio, y después de manera muy apasionada.
Así estuvieron, dos, tres; sepa cuántos minutos fueron los que se besaron sin parar. Después, al separar sus labios, la ciega dijo:
– ¡No lo puedo creer!
– ¿Qué es lo que no puedes creer? ¿Que mi aliento huela a menta? -preguntó el hombre guapo.
– ¡No! -gritó la ciega, llena de asombro-. ¡Mis ojos! ¡Mis ojos!
– ¡Qué! ¿Qué les suceden a tus ojos?, preguntó su príncipe.
– ¡Veo! ¡Veo! ¡Puedo ver!, respondió Elaista.
Acercando otra vez su rostro hacia la de ella, el antiguo pedazo de mierda le dijo, con su voz muy sexy y varonil:
-El amor, nena… ¡EL AMOR HA CREADO UN MILAGRO EN TI…!
Luego de decir lo anterior, besó a Elaista. A continuación, lentamente fue quitándole sus lentes.
-Oh, Elaista… -El que ahora hablaba era Merolico-. ¡Vaya que si esto es un cuento de hadas! Adiós, amiga, ¡te lo mereces! Huye ya con tu príncipe…, antes de que te lo robe.
Elaista volvió a mirar a sus amigos y les sonrió. Luego tomó la mano de su guapo novio y se dieron la vuelta. Ahora, estando de espaldas hacia Morada y Merolico, empezaron a caminar.
Uno, dos… Al momento de dar el tercer paso, súbitamente, los dos desaparecieron. Merolico y Morada otra vez intercambiaron miradas. Estaban muy sorprendidos por lo ocurrido. Merolico corrió hacia el retrete para ver qué era lo que había quedado. Pero al estar a solamente unos centímetros del bacín, éste, de manera súbita, también desapareció. Fue como si se haya deshecho en la nada, sin dejar ningún resto de su cuerpo de cerámica
– ¡Vuelvan, vuelvan cuando quieran! -gritó Morada, mientras se secaba sus lágrimas.
-Sí. Vuel…van… -Merolico no terminó de decir la frase. Estaba muy triste por la partida de su gran amiga.
La canción siguió sonando en el estacionamiento, a todo volumen: “…And we can build this dream together, standing strong forever, nothing´s gonna stop us now, and if this world runs out of lovers, we still have each other, nothing´s gonna stop us… nothing´s gonna stop us…now”
Ahora Elaista y su príncipe viven; quizás en algún lugar de la dimensión desconocida, o quizás y en una de las muchísimas estrellas que de noche brillan…, o, tal vez y simplemente en algún lugar de los miles de galaxias que existen, aquí y más allá del espacio infinito.
FIN.
Anthony Smart
Abril/05/2018
Octubre/04/2021