José Luis Parra
Octavio Romero es un hombre nervioso. En su paso por Pemex aprendió que en el México profundo la lealtad se mide con dinero, el respeto con camionetas blindadas y el poder… con el acceso al comedor ejecutivo.
Desde hace semanas, en el Infonavit hay aroma a paranoia. Nuevos vehículos blindados, despachos con vidrios antibalas y el retorno a una cúpula cerrada en la que solo la tribu tabasqueña puede entrar al comedor. La administración anterior había democratizado ese espacio, pero el obradorismo sabe que, en tiempos de guerra, hasta los cubiertos pueden ser armas.
El clima en el Instituto es denso, casi de bunker. Se respira miedo, pero no se sabe bien a qué. ¿A los enemigos reales o a los fantasmas políticos? Porque, claro, en esta película de poder y lealtades, todo parece indicar que el exdirector de Pemex se alista para un nuevo asalto. No a mano armada, pero sí con estrategia quirúrgica.
Romero sueña con regresar a su antiguo feudo. Sabe que Víctor Rodríguez, actual director de Pemex, está más fuera que dentro, y que en Palacio ya lo dieron por perdido. Pero no lo sueltan, no todavía. Porque desde Palenque —sí, desde ahí— se vigila con lupa quién se queda con las joyas del petróleo.
Mientras tanto, la seguridad del director del Infonavit se argumenta con un cuento de política regional: que si Javier May, su operador, sigue metido en el lodazal de “La Barredora”, y que de ahí pueden surgir venganzas con plomo. O con expedientes.
¿Pero no será que el blindaje obedece más al ajedrez de Pemex que a los pleitos tabasqueños? Porque ya se habla de que Romero tiene al frente de Pemex Exploración y Producción a su alfil Ángel Cid. Y que si cae Rodríguez, no hay mucho misterio sobre quién subiría al trono de la petrolera estatal.
En medio de este juego de sombras, las versiones se cruzan: que el subsecretario César Yáñez podría ser el plan B palaciego para aterrizar en el Infonavit. Que Juan Pablo De Botton —hombre del riñón financiero capitalino— quiere brincar a Pemex, aunque se le nota incómodo en el entorno de Clara Brugada. Que Miguel Ángel Lozada, jefe real de Cid, ya da por hecha la sucesión.
Mientras todos se empujan con el codo para sentarse en el sillón de Pemex, Rodríguez trata de dejar algún legado. En su oficina se apilan carpetas con nombres de empresas con las que quiere firmar alianzas antes de fin de año: Harbour, Woodside, Petronas. A Carlos Slim ya lo cuentan como aliado natural. Un último intento por salvar el expediente y —quizá— aspirar a un exilio digno.
Y Romero, entre escoltas, vidrios blindados y cenas exclusivas, ensaya su regreso triunfal al sitio donde aprendió que el petróleo no solo mancha las manos, también las conciencias.





