Rúbrica
Por Aurelio Contreras Moreno
Más allá de las supuestas tendencias que le otorgan una aprobación abrumadora entre los mexicanos –que por alguna razón no se reflejó ni cercanamente en la misma proporción en la votación para su partido durante las pasadas elecciones-, el presidente Andrés Manuel López Obrador llega a la mitad de su mandato en medio de un desgaste que no cuadra con esos niveles de popularidad que le otorgan las diferentes mediciones que le hacen, pero que sin duda sí tiene explicación.
Su estilo autoritario y totalmente vertical de hacer política poco a poco lo va aislando, cerrando el círculo de sus incondicionales a los que cada vez les cuesta más trabajo mantener la férrea disciplina y obediencia que se exige para estar en el ánimo y no caer de la gracia presidencial, habida cuenta que los autócratas no admiten disenso alguno ni más verdad que la suya.
Sin embargo, al adelantar como hizo los tiempos de la sucesión para impulsar a Claudia Sheinbaum como su sucesora, pateó un avispero que le será difícil controlar en la medida que su poder –invariablemente- disminuya. Al no tener nada que perder si de todos modos están descartados de antemano, los demás aspirantes presidenciales al interior del régimen en realidad tendrán todo que ganar desafiando la imposición cuando llegue el inevitable momento de la ruptura. Y lo que resulte de ello todavía es imposible de prever, aunque no hay que perder de vista que, parafraseando a Marx, todos los sistemas políticos incuban en su interior el germen de su autodestrucción.
Mientras eso sucede, López Obrador ha apostado por una regresión autoritaria que rebasa los más febriles delirios de cualquiera de sus antecesores, ya que le agregó un ingrediente que otros presidentes sabiamente habían eliminado de la ecuación del poder: el de la militarización.
Solo lo más ciegos seguidores del lopezobradorismo se niegan a ver lo que resulta evidente: la vida entera del país –y por consecuencia, su control- se está entregando a las fuerzas armadas y eso en ningún país, en ninguna época, ha sido benéfico para la población. Ni para las libertades ni para la mínima normalidad democrática.
En tres años, el ejército ha recibido prebendas políticas, jurídicas y económicas que, en los hechos, significan que tienen en sus manos al país. Constructores de toda clase de obras públicas, dispensadores de los apoyos sociales del gobierno, beneficiaros de recursos millonarios y garantizada su impunidad en caso de cualquier abuso o violación de derechos humanos, el único poder que les hace sombra a los militares es el del crimen organizado, con el cual es sabido que en varias regiones del país han “trabajado” –y aún lo hacen- en “sociedad”.
Con todo ese poder acumulado, comienzan a percibirse con mayor frecuencia y claridad restricciones a las libertades de tránsito y a las coberturas noticiosas en la vía pública, con la complacencia de un gobernante que con pasmosa facilidad puede desdecirse de las banderas que enarboló por años y todavía mentir “macuspanamente”, jurando que nunca dijo lo que dijo.
A las mentiras fáciles y descaradas le sigue por obviedad la persecución de quienes las exhiben. Sistemáticamente a lo largo de los últimos tres años, López Obrador y su aparato propagandístico con cargo al erario se han dedicado a intentar minar la credibilidad y a aplastar la voz de cualquier medio o periodista que se atreva a hacerle la mínima crítica. Así haya sido su aliado en el pasado. Así le haya abierto el micrófono o sus páginas cuando nadie más lo hacía. Si no renuncia a su criterio y a su capacidad de pensar y actuar más allá de las consignas y los panfletos, la o el comunicador “rebelde” está condenado a los “infiernos” del vituperio presidencial. El reciente caso de Carmen Aristegui es sintomático, aunque está lejos de ser el único.
Pero lo que más detesta el lopezobradorismo no es verse exhibido en su incongruencia –es tal el cinismo que eso ya no les preocupa-, sino en su rampante corrupción, como se ha acreditado en varios reportajes publicados en una diversidad de medios con líneas editoriales incluso antagónicas, en los cuales lo mismo aparecen contratos del ejército con empresas “fantasma” que negocios de la “familia presidencial” que han recibido un “empujoncito” a través de los principales programas sociales de la “4t”, en su gran mayoría plagados de irregularidades y malos manejos.
Así que para evitar ser “encuerado” con los instrumentos de la ley, el presidente se sacó de la manga un “acuerdo” para colocar en la opacidad cualquier obra pública que realice, esconder la información sobre el manejo de los recursos públicos destinados a las mismas y saltarse cualquier regulación o traba que le impida hacer prácticamente lo que le venga en gana con el dinero de todos.
El cuarto año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador inicia con más de cien mil homicidios dolosos, superando las cifras de cualquier sexenio anterior a estas alturas; más de 600 mil muertos por su desastroso manejo de la pandemia; una inflación de 7 por ciento con tendencia a la alza; el dólar en la línea de los 22 pesos y una descomunal fuga de capitales por más 14 mil millones de dólares solamente en el tercer trimestre de 2021.
Pero como la autocrítica es impensable para los autócratas, López Obrador convocó a lo único que sabe hacer bien: propaganda mediante un acto masivo en el Zócalo de la Ciudad de México. Todo con tal de demostrar “músculo político” y que el presidencial ego se alimente de la adoración pública de sus “fieles”.
No importa que sea a mitad de semana, con la cuarta ola de contagios por covid-19 asomándose a la puerta y en medio de la inminente llegada de una nueva mutación del virus cuyos verdaderos efectos se desconocen y por lo cual, precisamente, un acto de esta magnitud representa una criminal irresponsabilidad de un gobierno que pareciera que organiza una representación de los sacrificios humanos a los dioses prehispánicos que ahí mismo se celebraban hace más de 500 años, pero en versión pandémica. Para eso regalan el dinero, ¿qué no?
Solo que el poder no dura para siempre, aunque actúen convencidos de lo contrario. Los tiranozuelos acaban ardiendo en sus propias hogueras.
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