De _Instantes_
Gerardo de la Torre
Uno de los especímenes extraños que frecuenté fue Jesús Luis Benítez, el Booker, un muchacho de origen campesino que poseía talento literario. El apodo se lo había ganado tras escribir una serie de artículos firmados con el seudónimo Booker T. Washington, nombre de un educador negro norteamericano.
Jesús Luis se inició en el periodismo en la Agencia Mexicana de Noticias, donde conoció a Manuel Blanco, y con Manuel fue a dar en el año 1969 a la Revista Mexicana de Cultura, con Juan Rejano, donde se hizo compinche de buen número de escritores primerizos. La amistad se profundizó en el Salón Palacio, en sesiones sabatinas de grupo que comenzaban a las dos de la tarde, una vez que todo mundo cobraba en El Nacional, y concluían el día siguiente en casa de algún generoso anfitrión, generalmente en Cocoteros 42, Nueva Santa María, casa del poeta costarricense Alfredo Cardona Peña.
Buen rockero, el Booker asumía con gusto la influencia de José Agustín y Parménides. Tenía para las letras un natural talento que malgastó en juergas. En vida publicó dos libritos de relatos: “A control remoto y otros rollos” y “Las motivaciones del personal”. En los últimos días de Jesús Luis llegué a ver una novela suya, un borrador de unas cien páginas que combinaba pornografía y desmadre.
Póstumamente, los amigos más jóvenes del Booker, entre quienes pasó los últimos meses, publicaron otro pequeño libro con sus poemas o letras de canciones; texto pobretón, malo. La admiración de sus jóvenes amigos se debía más, sin duda, al modo de vida desinteresado y desmadroso de Jesús Luis, que a su obra. La vida —breve, en su caso— lo trató mal y al final no tenía ganas de vivir. Murió el 3 de marzo de 1980, días antes de que desapareciera el escritor y cineasta Juan Manuel Torres.
En el Salón Palacio, y más tarde en El Golfo de México, cantina que se hallaba en la esquina de Soto y Avenida Hidalgo y en la que recalaba un buen grupo después de la tertulia en Libros Escogidos (la librería de Polo Duarte que se hallaba en Hidalgo, a unos pasos), el Booker inició una vigorosa amistad conmigo y con Juan Manuel Torres. Con frecuencia nos reuníamos en el pequeño departamento de Juan Manuel en la calle de Amsterdam, colonia Condesa, para beber los tragos y hablar de cine, literatura, política y beisbol (Torres y yo éramos muy aficionados a la pelota). A esas reuniones también acudían el músico, escritor y publicista Juan Trigos, el compositor Juan Herrejón, Eduardo Luján, guionista de cine y fotonovelas. Jesús Luis bebía desaforadamente, incansablemente; también buscaba mucho a José Agustín y a Juan Tovar, amigos que no desdeñaban el trago pero se mantenían razonablemente sobrios.
—Me-me-me gustó mucho tu pe-pe-película —le dijo una vez el Booker a Juan Manuel Torres, refiriéndose a “La otra virginidad”, filme arielado de Torres.
—Seguro que fuiste a ver a Juan Tovar, cabrón. Otra vez vienes tartamudeando.
En efecto, en cada visita a Jesús Luis se le pegaba la tartamudez de Tovar, y Torres le decía que ojalá se le contagiara el disciplinado talento del dramaturgo y narrador.
El Booker, como Juan Manuel, comenzó a beber todos los días. Sin embargo Torres, quizás ayudado por su voraz apetito, controlaba muy bien los tragos y no descuidaba sus obligaciones: filmar, inventar y escribir historias para cine, hacer algo de literatura, discutir todo el tiempo. El Booker comenzó a tener alucinaciones, en varias reuniones dijo verse rodeado (nunca supimos si influido por García Márquez) de mariposas amarillas.
Vi a Jesús Luis por última vez unos tres meses antes de su muerte. Llegó un sábado a El Golfo de México, se sentó a la mesa de los amigos y pidió que le invitáramos una copa.
—Sí, Jesús Luis, a condición de que comas algo —le dije.
Aquella vez el estado de Jesús Luis era lastimoso. El pelo crecido y grasoso, largas y negras las uñas, la ropa muy sucia, el rostro triste y vencido de los alcohólicos sin remedio.
—Acabo de comer en la casa. Una copa y me voy.
Todos sabíamos que mentía.
—Una copa y una torta —le propuse.
El Booker, terminante, se negó a comer. Al final me pidió un préstamo de diez pesos, el precio de dos copas de entonces.
—¿Pero vas a comer?
—Sí, por ahí comeré algo.
Fingí creerle y le di el dinero. Luego, alguien que llegó a la cantina dijo que había visto al Booker en una banca de la Alameda, bebiendo solitario una botella de tequila. En los primeros días de marzo de 1980 los compañeros nos enteramos de la mala muerte de Jesús Luis a los 31 años. Tras ocho meses de ingerir sólo alcohol, todo el organismo le había fallado.
(Cortesía: Nuri Emilia Torre)