Magno Garcimarrero
Ahora más que nunca compruebo que, en enero y febrero no sólo nos ataca “el desviejadero”, sino que también se arruga la piel del monedero.
El gasto doméstico se ha incrementado en un 10% y eso, cuidándolo.
La canasta básica y los energéticos se han encarecido.
Lo único que no ha subido de precio es la leche y, para desgracia, en casa todos sufrimos de intolerancia a los lácteos, así que nos importaría un serenado pito que se encareciera.
A mí me viene esa intolerancia a la leche desde que fui niño de pecho, pues como tuve el infortunio de ser gemelo de otro, aquel, según dicho de nuestra propia madre, no me dejaba sorber la teta… la otra teta, al mismo tiempo que él; me apartaba a empujones de la fuente láctea que finalmente acaparaba; entonces yo me dormía en son de protesta y nuestra madre terminaba de alimentarlo, lo acostaba junto a mí, se iba a darle la vuelta a los frijoles, regresaba, se confundía porque éramos idénticos, tomaba al mismo creyendo que era yo y le daba leche por segunda vez y con la segunda teta.
Yo creo que por eso me hice intolerante a los lácteos y ya logradito, me fui a un partido de oposición, mientras él se acostumbró a dos tetas y, más listo, se enlistó en el PRI.
A mi descendencia también les viene la intolerancia láctea por el lado materno, pues un tío abuelo de mis hijos, nos contó alguna vez que su mamá, o sea la bisabuela, lo amamantó tantos años, que la última vez que ella intentó darle de mamar, él salió huyendo hacia la parte más intrincada de la huerta y ella lo persiguió con la teta en la mano en medio de los cafetales hasta que le dio alcance en la última esquina del cercado, donde se alzaba una higuera centenaria.
Ahí el “lactante” se atrevió a protestarle a su madre diciéndole repetidamente, tapándose la boca con la mano: “ya no fuchi, ya no fuchi”.
Tal vez sea necesario aclarar, para que no haya malos entendidos, que mi intolerancia es exclusivamente hacia el producto, los envases me siguen gustando.