Luis Farías Mackey
En donde aún se pueden observar los cuerpos celestes brillar en la noche, centellean en el firmamento estrellas que murieron hace millones de años, pero cuya luz aún sigue viajando por el universo y la oscuridad, y alumbra nuestras noches y vidas, quizás, por millones de años más.
Algo similar sucede con nuestro sistema político.
Muerto e ineficaz desde hace décadas, brilla cual cuenta de cristal. Hoy, además, potencializada por la luz cegadora del mundo digital y su realidad frívola e idiotizante.
Y aquí entramos al abismo que separa la efectividad de la legitimidad. Así, “mientras que la efectividad es primariamente instrumental, la legitimidad es evaluativa”, nos dice Lipset. Lo atestiguamos todos los días: el gobierno de López Obrador carece de efectividad en casi todos los frentes, tal vez se salve en el comunicacional. No obstante, goza aún de cierta legitimidad. De allí su sevicia contra los contrapesos constitucionales y los órganos autónomos, de suyo instrumentales y, por ende, develadores de su supina impericia, ignorancia, ineficacia e ineficiencia. ¿Por qué, en Nuevo León, corrió de regreso de su licencia el esposo de Mariana a los dos segundos de haber dado inicio: por la distancia entre su efectividad y su legitimidad; entre su popularidad mediática y su ausente gobernabilidad.
El problema, nos explica Lipset, es que “los grupos consideran un sistema político legítimo según el modo en que sus valores se ajusta a los suyos” y es que la descomposición del sistema político no se da en abstracto, sino dentro de un grupo social; de suerte que deviene obvio que no puede haber putrefacción política sin pudrimiento social. Así, nuestros valores como sociedad y como individuos se han alterado y pervertido, y, en consecuencia, nuestras categorías para valorar la legitimidad política.
Sí, la culpa no es únicamente de los sicofantes que nos gobiernan, sino de nuestra propia, inexcusable y compartida sicosis.
De allí que insista en que no necesitamos salvadores, sino salvarnos. No quién, sino cómo y en nosotros.
Más regresemos a Lipset. Él sostiene que “la legitimidad supone la capacidad del sistema para engendrar y mantener la creencia de que las instituciones políticas existentes son las más apropiadas para la sociedad”. En otras palabras, tarde que temprano, así como la luz de la estrella muerta terminará por apagarse, la legitimidad de que hoy gozan política y políticos —sin verdaderamente serlos—, acabara por ya no engendrar ni mantener la “creencia”, la apariencia y el brillo de ser apropiada.
Y es que, si no hay mal que por bien no venga, es porque no lo hay que dure cien años.
Y… no todo lo que brilla es oro, ni necesariamente existe.