Sala de Espera
Gerardo Galarza
Es evidente que, contra la ley, el presidente de la República ha iniciado su nueva campaña electoral. El presidente sabe muy bien lo que hace y lo que quiere.
Sabe que la campaña de su presunta sucesora no ha prendido en el ánimo popular, vamos ni siquiera en el de su propio partido y que, aunque la de la candidata opositora tampoco crezca, no está lejos en las preferencias electorales.
Si no fuera así, – que no está asegurado el triunfo electoral de su candidata- no sería necesario que el presidente se lanzara en búsqueda del voto popular, mediante estrategias populistas que bien conoce y mejor utiliza. Faltaba más, dirá.
Acosado ya interna y ahora externamente por la ineficiencia, la corrupción y la constante presencia del narcotráfico en su gobierno, además de las crecientes fisuras en su partido, -que prefiere a exmilitantes del PRI y del PAN como candidatos que a los propios-, y de aquellos que intentan deslindarse, por un lado, o culpar a otros, por el otro, del fracaso gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Nadie puede negar que el presidente es un experto en atraer votos. Él lo sabe y también que su candidata no se saldrá del guion impuesto, lo que le permite un mayor margen de acción.
El presidente es fiel a sí mismo; no se traiciona. Cree en el absolutismo priista, condensado en el célebre “carro completo” de cada seis años que garantizó cualquier arbitrariedad presidencial, mediante la mayoría absoluta en el Congreso de la Unión y la sumisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ese presidencialismo hizo inoperante a la Constitución durante 70 años en mucho de su contenido, pero sobre todo en lo referente a la división de poderes.
López Obrador llegó tarde a ese poder absoluto. Poco más de 30 años atrás, muchos ciudadanos lograron impulsar la democracia en este país, y el ahora presidente de la República se sumó a esa lucha porque supo que la podía aprovechar para sus propios fines, como ocurrió.
Pero, los restos de esa democracia socavada en los cinco años más recientes se resisten a rendirse y todavía hay (muchos) ciudadanos quienes le ofrecen soporte, la apoyan y luchan porque prevalezca. Veremos.
Por lo pronto, el presidente de la República ha anunciado nuevas iniciativas para reformar la Constitución porque a su juicio limitan la presunta Cuarta Transformación y que, más allá de su eventual aprobación o rechazo legislativo, el populismo las convertirá en temas, promesas y apuestas electorales.
Por lo que se sabe, el presidente propondrá que se reforme la Constitución en materia energética para que regrese al estado en el que estaba luego de la nacionalización de esa industria en 1960, luego de que la Suprema Corte de Justicia canceló su contrarreforma eléctrica por evidente y lamentables fallas en el proceso legislativo.
Si el presidente pretende regresar a 1960 en materia energética, no es descabellado que a alguno de sus “asesores” se le ocurra que presente una para regresar a los términos de la Constitución de 1821 para que sea coronado nuevo emperador de México, y pueda disponer del país como él quiera.
Ese es el tenor de otras de las reformas anunciadas como la SCJN para evitar que pueda oponerse al poder absoluto del presidencialismo, que tanto añora el presidente. O la evidentemente populista de las pensiones al 100% del salario.
La lógica y los analistas dicen que esas reformas no pasarán la aduana del actual Congreso de la Unión, se renovará en las próximas elecciones. Que así sea. Pero, sin duda, serán banderas electorales para intentar un maximato.