Mouris Salloum George
Cuando firmó el “Manifiesto al Surrealismo”, André Bretón, su autor, no dudó en redactar: “Somos el automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier modo, el funcionamiento real del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.
Bretón instauró una corriente que pretendía romper con lo tradicional y apostar por una creación fuera de normas. Pretendía acabar con todos los sistemas establecidos, para así, mediante la destrucción, alcanzar la creación.
Sin embargo, cuando visitó México en 1938, al encargar a un carpintero una mesa de tres patas y recibió una abstracción mobiliaria, no dudó en proclamarnos como el país más surrealista del mundo. Salvador Dali, uno de sus compañeros, respaldaría a Bretón, advirtiendo que jamás regresaría a México, pues era más surreal que sus pinturas.
Leonora Carrington, Remedios Varo, Rufino Tamayo y otros seguidores de la especie, se dieron vuelo pintando figuras amorfas y oníricas que serían un ejemplo mundial de hasta dónde se podía llegar por ese camino. El surrealismo, acuñado por Apollinaire creó una super realidad que permitía develar el subconsciente.
Este país produce y reproduce a sus propios violadores de la realidad. Los farsantes, nuevos surrealistas, se asocian al despotismo, generalmente ostentando más curriculum inventado que biografía real. Más lauros engañosos que merecimientos. Son los tartufos del escenario. Aquéllos generalmente diseñados para el atraco, la simulación y la extrema codicia.
Mientras más pobre es, el país produce simuladores cada vez más ridículos y ostentosos. Son lacras vivientes y vigentes, imposibles de soslayar. Siempre están detrás de las tragedias, de los engaños pertinaces, de las burlas ofensivas, de las mayores denigraciones. Según se observa, ellos creen que llegaron para quedarse.
Esta es la República de los impostores. El reino de los farsantes nacionales, los que sin conocer a Bretón, lo rebasan por todos los flancos. A los que cuando les estorba la realidad, simplemente la hacen a un lado para instaurar la dinastía de los caprichos. El caprichato, al que tanto se refirió Daniel Cosio Villegas.
Utilizan los poderes extralegales para imponer supremacía. Corazas de proa de toda reacción, el elemento indispensable, el cebo para la truculencia y la mano del gato que mece la cuna de las imprecaciones y del desasosiego nacional.
Políticos, dizque empresarios, líderes fabricados al calor del poder, merolicos, mercachifles y toda una estela de engañabobos y empoderados de paso que en realidad asumen importancias personales exageradas e infladas premeditadamente. Están en todos lados de la estructura autoritaria. Marcan la pauta, tienen el poder omnímodo.
Figuras icónicas del embuste, la mentira, la simple apariencia exalada hasta el paroxismo, entre otros mecanismos, por los medios de comunicación a modo de todos los tiempos.
En el caso mexicano es imposible no identificarlos. Los impostores, recurrentemente presentados como salvadores de la patria, han sido personajes creados desde el escritorio, sumamente obedientes a sus superiores, sin sólo una huella en su hoja de vida, o desde las filas de los fósiles estudiantiles. Titanes del curriculum hechizo.