Magno Garcimarrero
Tal vez a los viejos nos mata la incapacidad de cambiar al ritmo del progreso.
La vieja solterona, concepto antiguo, y para decir verdad poco agraciada, fue perdiendo a través de los años la exigua herencia recibida de sus padres: una modesta casa estilo jalapeño confundida en el paisaje tradicional de la ciudad; un terrenillo con matas de café mal cuidadas, plagadas de longanicilla y corrihuela, entreveradas con saúco y gordolobo, un jinicuil frondoso y productivo; unas monedas de oro antiguas que guardaba en el ropero dentro de un estuche de lámina que, antes de ser arca de ese tesoro, había contenido un alacrán de vainilla confeccionado en Papantla; el ropero de cedro, aromado con el perfume del alacrán y una vieja máquina Singer de pedal orgásmico.
Muertos sus padres, casadas sus hermanas de número apostólico, atrapados los hermanos por la leva de Victoriano Huerta, la soledad la acorraló en silencio y la orilló al refugio del amor sustituto: recogió a los sobrinos bastardos y los crió, enseñándoles sus miedos y prejuicios, su terror conjurado en la cruz y en el rosario de cuentas de madera; pospuso su vida personal y placentera, para vivir como dios manda después de la muerte. Mientras tanto, tan sólo con la fuerza que le dio el padrenuestro, entregó su mundo en manos ajenas, rio y sufrió por todo lo que les pasaba a otros, para anestesiar su propio corazón.
Así perdió la casita heredada para saldar la deuda de un sobrino caído en el desfalco. Así remató el huerto de cafetos enmarañados, cundidos de corrihuela y secapalo; así también rodaron las monedas de oro viejo, guardadas en caja de alacrán de vainilla que aromaba el ropero, con rumbo al prestamista. También el ropero y la máquina orgásmica salieron por la puerta hacia la casa de empeño, para no regresar jamás.
Cuando la vieja quiso mirarse a sí misma por unos segundos, ya no tenía asideros en la tierra y entonces se fue al cielo; porque, parece mentira, pero el que no tiene nada en este mundo: una mesa, una silla, unas tristes sandalias, no le queda otra cosa que flotar.
Los asideros de la vida son bien terrenales, son nuestras pequeñas cosas que ocupan un lugar en el espacio: la vieja cama, el retrato pañoso de la madre, la navaja oxidada que nos dejó el abuelo, los muros de la casa con sus extraños mapas de humedad, la aldaba de la puerta, la acera de la calle bañada por el sol de la mañana, modelada en pedazos de sombra por el alero filantrópico; el aroma del pan brotando del hornito de la panadería.
“Tahona estuosa de todos mis bizcochos” como lo recitó Cesar Vallejo; “el santo olor de la panadería” que aspiró e inspiró López Velarde; la calle misma con su trazo de plato quebrado, el tañer vesperal de las campanas sanjoseínas y el ritmo de la vida que pasa sin atajos.
Cuando se pierden esos pequeños asideros que lo detienen a uno sin darse cuenta, con los pies en la tierra; cosas tan insignificantes como la acostumbrada posición de la cama, el rechinido de la puerta del cuarto dormitorio, no queda más remedio que flotar y, la ingravidez, la levitación es el primer síntoma de que ya no lo retiene a uno la tierra, es cuando el alma levanta el vuelo y los viejos volamos sin lastres hacia donde nos están esperando los recuerdos.
M.G.