Gerardo Galarza
La vida, aunque muchos no lo crean, también se pone generosa y da a manos llenas, como compensando los momentos difíciles o tristes que también provoca, como es su obligación en ambos casos.
Durante una semana, 50 miembros de la dinastía de don Daniel Torres Díaz de León y doña Refugio Loera nos reencontramos, nos reconocimos y, en algunos casos, nos conocimos frente a las maravillosas playas del Caribe mexicano.
Ahí estuvimos hermanos, primos, hijos, yernos y nueras, sobrinos, nietos, algunos bisnietos y hasta el anuncio de un embarazo (con todo y fotografías del ultrasonido) celebrándonos y reconociendo nuestra nacencia. Llegamos de Apaseo el Grande, Celaya, Cortazar, León, Cancún, Estados Unidos (Cleveland y Texas), Australia… Y nos faltaron otros tantos o quizás más. En Apaseo el Grande a esta reunión se le conocería como una “Torreada”, a la que se han agregado muchos otros apellidos, que ya son de la familia.
Ahí hablamos, recordamos, reímos, nadamos, comimos, bebimos, cantamos, bailamos, nos dijimos que nos queremos porque así lo sentimos, pese a las distancias.
Así como hubo presentaciones e indagaciones sobre de quien proveníamos, hubo recuerdos de “no te veía desde hace más de 40 o 50 años”; supimos, por ejemplo, que tenemos sobrinos de 14-15 años que nunca habíamos conocido ni sabíamos de su existencia o repetirnos el nos queremos con quienes tenemos más contacto.
No es por presumir (sí, sí es por presumir), pero la pasamos muy bien: compartimos el ADN de gente de bien, ni modo, así es.
Y en medio de nuestro gozoso desmadre familiar me enteré de que de todos los asistentes fui el tercer más viejo de todos… es decir, el tercero en la lista de acuerdo con la ley natural.
No me importa. Nos comprometimos a reunirnos nuevamente en un año y sé que todos estamos dispuestos a cumplir nuestro compromiso.
Vida, gracias.
Gracias, Dios.