Mauricio Carrera
Esta es la breve descripción de una amistad. Uno cuerdo, el otro mentalmente enfermo. Jonathan Franzen y David Foster Wallace.
A los 46 años, el aburrimiento y la depresión conducen a Foster Wallace a la opción más narcisista de todas: el suicidio. El rey pálido y la broma infinita le alcanzaron en forma de soga alrededor del cuello.
“El suicidio como una especie de regalo”, es el título de uno de sus cuentos.
Franzen, al enterarse de la muerte de su amigo, decidió marchar al lugar más apartado posible, el archipiélago Juan Fernández, a más de doscientos kilómetros de las costas chilenas. Contó sus planes a Karen, la viuda de Foster Wallace.
-Lleva sus cenizas y espárcelas por allá –le entregó una urna-. A David le hubiera gustado.
El archipiélago Juan Fernández es donde naufragó Alexander Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe. Franzen llevó a una de esas islas, de nombre Más Afuera, el libro de Defoe y se puso a leerlo. “En todas sus páginas nunca se aburre”, concluye. Franzen, además de escritor, es ornitólogo. Aprovecha para buscar un pájaro poco común aunque de nombre vulgar, el rayadito. La isla es inhóspita, arena y piedras, caminos repletos de caca de burro, vientos atroces y tempestuosos, lluvias como paredes de concreto, y ratones, muchos ratones. La soledad es inmensa, un ejercicio extremo de privación de todas las comodidades. Además, el duelo por su amigo muerto. Lloró a la hora de abrir la urna y tirar las cenizas.
-Unos fragmentos de hueso grisáceo cayeron ante mí, pero el polvo voló hasta confundirse con la bóveda celeste y el mar.
Fue un raro momento de tristeza y enojo. Una rara mezcla de infierno y belleza celestial. Franzen rabió por el amigo que había decidido marcharse dejando en el desconsuelo a quienes lo querían, pero reconoció que para no caer en la desesperación del suicidio es necesario la aceptación de todo lo que sucede, por más gozo o desconsuelo que nos provoquen.