CUENTO
Eran las nueve de la mañana, y como todos los días el niño caminaba hacia el mercado. La preocupación le rondaba en su cabeza. Solamente le quedaba dinero para unos días más. Y ya no quería hacerlo, no porque eso fuese algo malo, sino simplemente porque ya no le sabía a nada.
-¡Robar es malo! -le explicaba siempre a su hermanito, cada vez que abría un nuevo sobre frente a él.
-Y si es malo, ¿por qué entonces lo haces? -preguntaba el niño, con perspicacia.
-No te lo puedo decir ahora… Todavía estás muy chico para entenderlo…
Ambos eran niños a quienes primero abandonaron por su padre. Luego lo haría ella, la mujer que terminaría por fugarse con su nuevo amante. Uno tenía diez años, y el otro ocho. Vivían en un pueblo muy pequeño, muy parecido a los demás pueblos del mundo.
Luego de quedar completamente desamparados, el mayor de ellos se puso a pensar. Se lo pasó así varios días…, hasta que finalmente encontró algo. En un principio, todo fue por dos cosas: diversión y supervivencia. No tenía otra opción, así que a la fuerza tenía que hacerlo. “Mira, esto es lo que haremos…” Su hermanito lo escuchó con mucha atención, pero aun así hubo partes que no entendió.
Al siguiente día, los dos salieron muy temprano para hacer lo que habían planeado. Primero estuvieron en el centro del pueblo, y al dar las doce, cuando ya solo quedaban pocas personas, el mayor le dijo al menor “Vámonos”.
-¡Ya me cansé! -se quejaba el menor. Llevaban más de tres horas caminando, y no se habían detenido para nada.
-¡Aguanta! ¡Nos falta poco para terminar!
En efecto. Lo que el niño mayor decía era verdad. Poco les faltaba para terminar de caminar el pueblo.
Durante todo el tiempo que habían ido por las calles, él ya había escuchado lo suficiente como para saber que, de todas las personas que cometían fechorías, los más peores eran los carniceros. Durante todo su recorrido había escuchado de señoras cosas como estas:
-A mí me lo pagó a trece pesos el kilo. Yo le dije que estaba muy barato, pero él me contestó que si no quería aceptar ese precio, que entonces se lo vendiese a otro. Entonces fui con otro, y éste me dijo que me lo compraba a once… Al final tuve que vendérselo al él.
-¡Pues a mí me robó kilos! Mi marido dice que el cochino debía de pesar más de ciento cincuenta kilos, pero el mejenkisin, cuando lo pesó dijo que sólo pesaba noventa…
Pobre de la gente de aquel pueblo. Nadie podía adivinar o imaginar que los carniceros del mercado eran como uno sola persona. Siempre que alguno de ellos compraba un cochino, de antemano ya se habían puesto de acuerdo para mal pagarlo. Y la gente no tenía escapatoria. Así que siempre terminaban mal vendiendo el animalito que tanto esfuerzo y sacrificio les había costado engordar.
El niño quería estar seguro de que todo lo que había escuchado era verdad, así que se puso a investigar. Todas las mañanas iba al mercado, y sí, todas las señoras comentaban lo mismo: que el kilo de puerco estaba muy caro, pero que a ellas siempre se los pagaban muy barato. “Ajá, con que no es un invento”. El niño rápidamente empezó a idear un nuevo plan.
Todos los carniceros del pueblo, que eran unos diez en total, siempre acostumbraban ir a la cantina. Algunos se quedaban hasta emborracharse, otros se quitaban luego de refrescarse con una cerveza, pero eso sí, mientras estaban allí, siempre conversaban sobre sus próximas compras. “Hoy le compraré su cochinito a don Bernardino”, decía uno, y se ponía a reír cínicamente. “Ya vi el animal ¡y está muy gordo!”. Todos prorrumpían en risas y carcajadas.
-Mira. Luego de que les ofrezcas tus chicles, si te compran o no, quédate no muy lejos de ellos, ¿entendido? -El niño mayor le explicaba su hermanito lo que tenía que hacer-. Y cuando escuches que dicen algún nombre, ¡escríbelo!, pero trata de que no se den cuenta. -El niño asentía con su cabeza.
Luego de darle un pedazo de papel y un lapicero a su hermanito, el niño amarró con dos hilos delgados la caja de chicles al cuello de su hermanito. “Listo, ya puedes irte”. El otro lo hizo. Unas dos horas después, el niño vendedor finalmente regresaba donde su hermano lo esperaba.
¿Cómo te fue? -preguntó a su hermanito-. ¿Dijeron algo? -el niño de los chicles sacó de su bolsa el papel para entregarlo. El otro, al mirarlo, dijo:
-Ajá. ¡Con que éstas son las próximas víctimas?
-¡Chiquitos! ¿Dónde andaban? -les preguntó su abuelita al verlos llegar corriendo.
-En ningún lado, abuela. Solo estábamos resolviendo un caso de injusticia. ¿Verdad tú? -el niño menor asentía.
-Niños, pero si ni han comido todavía.
-Oh, abuela. No tenemos hambre, ya comimos algo en la calle, ¿verdad, tú? -El niño menor volvía a mover su cabeza. Luego los dos corrían hacia el patio. Al estar trepado a un árbol muy grande de mango, el niño sacaba la lista con los nombres. Cada vez que leía un nombre le preguntaba a su hermanito si sabía dónde vivía la persona. El niño le respondía a veces que sí, y otras que no. “Muy bien, pues entonces hay que ir a sus casas.”
Algunos de los carniceros mataban de tarde, otros más preferían hacerlo de madrugada. El niño, al enterarse de esto, no supo cómo le haría. Luego de pasársela pensando mucho, vio que no podía hacer nada con los de la tarde, no por el momento, pero con los de la madrugada, a ellos sí que podía empezar a enjuiciarlos de una vez. Y así lo hizo.
Cuando los carniceros cortaban la barriga del cochino, se ponían locos y furiosos. Porque entonces enseguida pensaban que les habían visto la cara por los dueños del animal que habían mal pagado. Se jalaban de los pelos cuando miraban las piedras en el estómago del cochinito.
Sin duda que todo era obra del niño, que de noche iba a la casa de los carniceros para alimentar con piedras -untadas con alimento- a los cochinos que ellos habían mal pesado en sus básculas amañadas. Los cochinos, al oler el alimento, enseguida se comían las piedras sin ningún reparo. El niño disfrutaba mucho haciendo justicia a las pobres gentes del pueblo…
Eran las nueve de la mañana, y él se dirigía al mercado. Estaba muy preocupado, porque solamente le quedaba dinero para unos cuantos días más. Y ya no quería seguir escribiéndoles cartas a los carniceros que mataban de tarde. Chantajearlos -pidiéndoles dinero a cambio de su silencio- ya no lo emocionaba, ya lo le hacía sentir nada.
En los últimos días de cada mes, cada uno de ellos metía en un sobre -que luego dejaban en un lugar acordado por su acusador- una cantidad que equivalía a lo que les robaban a los dueños de los cochinitos que compraban.
Ninguno de ellos sabía quién era la persona que los chantajeaba. Y como todos tenían mucho miedo por lo que hacían, pues nadie se atrevía a hacer nada por descubrirlo. Aparte, si llegaban hacerlo, más que poner en evidencia una injusticia, se pondrían así mismos al descubierto. Todo el pueblo los conocería, y entonces los lincharían.
-Ya no quiero hacerlo, ¡ya no quiero! -se recriminaba el niño, mientras pedía un kilo de carne molida a uno de aquellos carniceros.
FIN.
ANTHONY SMART
Marzo/27/2018