Por Aurelio Contreras Moreno
El drama de los miles de desaparecidos en Veracruz, que por alguna extraña razón no ha acaparado grandes titulares en los medios nacionales e internacionales a pesar de su gravedad, ahonda una profunda herida en las otras víctimas de este monstruoso crimen: las madres que no conocen el paradero de sus hijos.
Sin duda han sido ellas quienes han cargado con el mayor peso de esta tragedia que no parece llegar a su final. Han remado a contracorriente para que la búsqueda de sus hijos no quede en el olvido, a pesar de los denodados esfuerzos de las autoridades ministeriales, las anteriores y las actuales, para deslindarse de sus propias responsabilidades y omisiones.
La deshonestidad, la desidia, la indolencia, la corrupción y la colusión criminal de quienes deberían haber garantizado el acceso a la justicia a las víctimas son sólo algunos de los enormes obstáculos que las madres de los desaparecidos en Veracruz han debido sortear, al grado de que sin importar el enorme riesgo, emprendieron por su cuenta, sin el apoyo de gobierno alguno, la búsqueda de sus familiares.
Fue gracias a esa labor que supimos de las fosas de Santa Fe y del horror enterrado a unos metros de la zona urbana del puerto de Veracruz. De no haber sido por su valentía casi suicida, probablemente nunca nos habríamos enterado del grado de desprecio por la vida humana al que se llegó en el estado en los últimos años.
Por desgracia, la indolencia a su sufrimiento permanece. La tentación por criminalizar a quien ya no se puede defender como salida para esconder la propia incapacidad está siempre latente, en el filo de cualquier justificación. “Era novia de un narco”, “andaba en malas compañías”, “seguro algo hizo para que le pasara eso”, “hubieran prestado más atención a sus hijos” son cantaletas que aún escuchan esas madres, que tuvieron que aprender a organizarse por su cuenta para no ahogarse en un mar de desesperación e impotencia.
Cada tanto aparecen nuevas fosas con restos humanos por el territorio del estado. Nuevas esperanzas se encienden de al menos saber qué pasó con un ser querido y de poder despedirlo. Pero la labor es titánica, desgastante en grado máximo. Sólo soportable cuando está de por medio encontrar un poco de la paz que les fue arrebatada a cientos, miles de familias, de madres, padres, hermanos e hijos. Un mínimo consuelo que, sin embargo, ayude un poco a confortar el espíritu.
Aunque algunos de los responsables de haber sumido en el terror a Veracruz ya están en la cárcel, ni pasando ahí el resto de sus vidas repararán el daño que le causaron a una sociedad que no se merecía ser arrastrada al abismo en esa espiral de decadencia que provocó una violencia que no se ha apaciguado, que sigue lacerando, abriendo viejas y nuevas heridas.
Este miércoles, en todo México se celebrará el Día de las Madres. Los restaurantes estarán abarrotados, las familias se reunirán para agasajar, aunque sea sólo una vez al año, a las mujeres que los trajeron al mundo.
Pero esas otras madres, las de los miles de desaparecidos, no tendrán tiempo ni ánimo para celebrar. Hasta que cumplan con esa misión, que no pidieron, que ninguna madre debería tener.
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