Rúbrica
Por Aurelio Contreras Moreno
A ocho meses de iniciado su mandato, la gobernadora Rocío Nahle enfrenta no solo una crisis de seguridad -que está rebasando por mucho a su gobierno-, sino una crisis de credibilidad, la cual está quedando sepultada bajo los escombros de su propia narrativa.
La violencia desatada por todo el estado Veracruz no es nueva, cierto. No se puede responsabilizar totalmente a la actual administración de un fenómeno que ningún gobierno, incluido el anterior del mismo partido, pudo ni quiso atender. Pero de eso a la semianarquía en la que por momentos parece que se hunde la entidad, hay un largo trecho de responsabilidad que al parecer la mandataria se niega a asumir.
El brutal asesinato de la maestra jubilada y taxista por necesidad Irma Hernández, secuestrada y obligada a leer un mensaje bajo amenaza de muerte, fue un punto de quiebre en este primer trecho del sexenio. La versión oficial -que murió de un infarto luego de ser “violentada” por los sicarios que le apuntaban- fue una verdadera mentada de madre no solo para la víctima y sus familiares, sino para toda la ciudadanía que vive en el estado, por tratarse de una minimización grotesca del horror. Y lo más grave es que el verdadero propósito de impulsar ese relato siempre fue uno: no registrar el crimen como un feminicidio en las estadísticas oficiales.
O lo que es lo mismo, a Rocío Nahle lo que le preocupa no es que asesinen mujeres en Veracruz con lujo de violencia, sino que eso afecte su imagen al contabilizársele un feminicidio cuando dicen que “llegamos todas”. Por eso su reacción visceral y agresiva a las críticas que esa versión provocó: “miserables”, llamó a los medios, periodistas y caricaturistas que la vapulearon por su insensibilidad, ausencia de empatía y hasta de sentido común. Porque si te torturan hasta la muerte –que es a lo que se debió referir la gobernadora, aunque prefirió decir que la maestra fue “violentada”-, claro que te va a dar un infarto.
En lugar de asumir el liderazgo frente a la crisis y las críticas –fundadas o no-, Rocío Nahle ha optado por descalificar, evadir preguntas incómodas y, como se ha evidenciado de manera patética en los últimos días, activar una campaña propagandística de pretendida contención, para lo cual tienen a todos los burócratas estatales repitiendo frases huecas como que “Veracruz está de moda” y compartiendo en sus redes los supuestos “logros” del actual gobierno. Pero no solo a ellos. También les ordenaron a “sus periodistas” sumarse a la “cargada” en favor de la gobernadora publicando barrabasadas en sus espacios, reviviendo la vieja práctica del “textoservicio”, pero de manera descarada, abyecta, servil hasta la ignominia. El resultado: una gobernadora que parece más preocupada por su imagen que por la sangre que corre en el estado que tanto se esforzó por gobernar.
El principal problema para la gobernadora es que, ni de cerca, la violencia que se sufre se trata de una excepción, sino que es la regla. De norte a sur, Veracruz se desangra entre ejecuciones, cuerpos desmembrados arrojados en la vía pública y ahora hasta motines carcelarios en los que se hace visible lo que de por sí, era por todos sabido: en los penales mandan los criminales y desde ahí siguen controlando las actividades delictivas que se llevan a cabo afuera.
Es eso, y no los medios y periodistas críticos, lo que ha pulverizado la imagen de la gobernadora Nahle. La encuesta de Demoscopia Digital publicada por La Jornada –el diario oficial del régimen- lo confirma: ocupa el último lugar en aprobación entre gobernadores del país, con apenas 39.7 por ciento.
No se puede gobernar desde el espejo. Le guste o no le guste.
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