José Luis Parra
El populismo, ese animal de piel finísima y ego hiperbólico, ha vuelto a escupir fuego. Esta vez, contra el periodismo. Porque claro, en la lógica de los autoritarios de izquierda (que no se distinguen mucho de los de derecha, salvo por los colores de las banderas que ondean), el que informa, incomoda. Y el que incomoda, merece cárcel.
Puebla y Campeche son hoy los laboratorios del silencio. Dos estados morenistas que decidieron meterle bisturí a la libertad de expresión con la destreza de un carnicero.
En Puebla, el gobernador Alejandro Armenta —que nunca ha sido un faro de pensamiento crítico— promulgó la llamada Ley de Ciberseguridad, mejor conocida como “Ley Censura”. Suena a novela distópica, pero es el México real: tres años de cárcel a quien se atreva a insultar o lanzar críticas que molesten a los poderosos en redes sociales. O sea, todo el periodismo incómodo, al paredón. Y ni hablar de los ciudadanos de a pie que no entienden que la democracia según Morena es con bozal.
En Campeche, la gobernadora Layda Sansores —cuyo amor por los espectáculos mediáticos ya es legendario— no se quiso quedar atrás. Ahí, dos periodistas han sido vinculados a proceso por “incitación al odio”. La acusación es tan nebulosa como los resultados de su gestión: alguien se sintió ofendido. Y en la era de la hipersensibilidad autoritaria, eso basta para acusar, juzgar y perseguir.
Pero que nadie se espante. Esto apenas comienza. En la mente de los operadores de la 4T, estas leyes locales son pilotos. Pruebas beta del nuevo orden. Si nadie protesta, si la gente se resigna, la Ley Mordaza se convertirá en norma nacional. Y después, como en los buenos regímenes de inspiración bolivariana, la crítica será sinónimo de traición.
No es casualidad que esto ocurra en un momento de euforia legislativa. El oficialismo ya sueña con reescribir la Constitución. ¿Y los medios? Que se alineen o se callen.
El populismo en su etapa final necesita control total. Necesita relatos únicos, verdades oficiales y prensa domesticada. No puede permitirse voces disonantes que muestren que el emperador está desnudo. Mucho menos cuando los narcos cantan en estéreo, la economía se tambalea y los jueces empiezan a perder el miedo.
Así que toca aguantar. Resistir. Levantar la voz. Porque lo que está en juego no es el derecho a insultar —aunque también—, sino el derecho a incomodar, a cuestionar, a contar la historia desde el margen.
El poder cree que puede gobernar sin crítica. Pronto aprenderá que no se puede gobernar sin consecuencias.
Y en ese día, cuando la soberbia oficial haya empujado al país al límite, ahí estará el periodismo. Con cicatrices, sí. Pero de pie.