Palabra de Antígona
Sara Lovera
Cuando se llega a la vejez, la experiencia más dolorosa es tener conciencia de lo insalvable, incomponible, irremediable que no puede ser compensado. Así, se ven pasar desde la ventana de los recuerdos aquellas personas que tuvieron un significado en tu existencia.
En más de medio siglo, una conoce en el periodismo a una enormidad de personajes. Se les conoce por su discurso, por sus acciones, y a veces las situaciones te colocan frente a ellos o ellas, sin maquillaje; los reconoces y se quedan en tu memoria como seres simples y directos, sin reparar en su genio, su inteligencia o su posición encumbrada. Los miras igual a una o a un vecino de tu barrio. A veces te sorprenden.
Ahí está, vívido el tono de su voz, sus palabras, sus gesticulaciones y sus manías. Era nervioso, desesperado. Quería tener a las 5 de la mañana el resumen de la prensa —era 1977—, como anticipándose a las TIC. Tenía un carácter complejo, altisonante, pero profundamente ilustrado. Siempre leyendo, escribiendo, pensando, proponiendo, con tiempo para vivir, bailar y beber apasionadamente.
Un día, declaró a una periodista que era un convencido feminista; otro día, polémico, explicó cómo en la Reforma del Estado era indispensable que las mujeres transitaran más allá de los derechos políticos para reclamar sus derechos sexuales.
A mí me dijo que no abandonara nunca mis afanes, porque la travesía sería muy larga. En los años 80, se anticipó a los debates internacionales de la socialdemocracia. Empujó reformas. En los 90, de cara a los cambios legislativos que ampliaron derechos a las mujeres, polemizaba. Y en estos años, desparpajado, decía que había que luchar por la igualdad sustantiva.
Ahora cesó. El hombre murió. Se sumó a mis pérdidas irreparables. Una lista que al pasar el tiempo no se detiene. Y no tiene remedio.
Era de una claridad palmaria. Lo recuerdo muy vivamente en los debates con un puñado de insurrectas, discutiendo la Reforma del Estado que queríamos genérica e incluyente. Ahí, en el auditorio del Sindicato de Telefonistas de la República Mexicana, me dijo quedamente que no podíamos bajar la guardia, porque siempre que avanzáramos en algo iban a aparecer nuevos obstáculos. “Ponte alerta”, me advirtió.
Una vez le hice compañía, en Amealco, Veracruz, donde acudió para evitar que ese pueblo se convirtiera en una sombra. Estaba de buenas. Habló tres horas con puras mujeres, oyendo sus pesares por lo que vendría con el cierre de una planta de fertilizantes. Otra vez bailé con él un danzón, durante un aniversario del Partido de la Revolución Democrática, y partimos plaza.
En los últimos años, en la Cámara de Diputados se sumó entusiasta a la propuesta de reformar la Constitución para hacer posible la paridad total en toda la administración pública, y se refirió claramente al derecho de las mujeres por decidir sobre su cuerpo y sobre la necesidad de que se pensara en soluciones sobre todas las violencias contra las mujeres.
Sugirió, a veces manoteando, que el asunto no fuera solamente ideológico y que los partidos políticos no usaran la condición de las mujeres para ganar votos o buscando beneficios. Su pensamiento, ya con 86 años, había escalado, y generó —como siempre— algunas polémicas, todavía no resueltas.
Estos días sólo se habla del político, del funcionario, no del hombre que escribió numerosos libros, que polemizó sistemáticamente, que fue capaz de hablar directamente de los hierros de este gobierno. A veces pienso que, como ser multifacético y crítico, se convirtió, como José Revueltas, en un rebelde contumaz que nos hará falta, por ser visionario, para seguir adelante. Veremos…
Periodista, directora del portal informativo http://www.semmexico.mx