Luis Farías Mackey
Entiendo el “dilema”, en términos de Gil Zuarth, entre lo viejo y lo nuevo que algunos hacen valer, como si lo de hoy, por sólo serlo, fuera diferente y mejor. Los cambios cualitativos no los rige el tiempo, este únicamente marca y mide el fluir del acontecer, no aporta significado, sentido ni destino. No por él se desarrollan o deterioran los organismos, mecanismos e instituciones, sino por su propio desarrollo, uso y desgaste. No por nacer se es mejor o peor; se es un nuevo comienzo, una posibilidad, un reto; jamás una certeza, una conquista gratuita y sin dolor; un destino manifiesto y asegurado.
Si con nacer bastara, ¿para qué la libertad?
Pero no es de lo nuevo de lo que quiero hablar, sino de lo viejo.
A diferencia de lo que se cree, el pasado no determina el presente. El pasado ya no es, ni existe; cómo podría entonces ejercer fuerza sobre el hoy. Es como quien quisiera hacer responsable de lo que pasa en México a alguien que ya no gobierna por sobre quien sí lo hace. ¿Qué sentido tendría entonces elegir a alguien condenado a ser siempre esclavo del ayer y de otros? ¿Qué significado tendría el presente y nuestra libertad sobre él? ¿Para qué el voto? Aceptar el argumento es admitir que nada podemos contra el pasado y que nuestra libertad es estéril.
Es a la inversa, es el presente quien hace hablar al pasado. Desde él lo interrogamos, buscando en su experiencia el sentido que podamos dar al acontecer. El pasado es mudo per se; sólo habla cuando desde nuestro presente le pedimos arroje alguna enseñanza a las urgencias de hoy. No nos asalta por la noche, cual presidente en supervisión nocturna sobre Acapulco desde misterioso helicóptero, sino que se oculta y recela, y demanda especial celo para ser desenterrado, ordenado, comprimido y comprendido. Además, nunca es el pasado el que queremos resolver, ni nos corresponde; es nuestro presente y por eso acudimos a sus luces y a sus sombras. Es al fin y al cabo el Oráculo que nunca da una respuesta contundente, sino que obliga a su interpretación bajo nuestra cuenta, óptica y riesgo. “La historia es el presente beneficiándose del pasado y dotando a éste de un sentido que aquél ni siquiera barruntó” (Uranga). No carguemos al pasado de nuestras impotencias. Con las suyas le basta.
Arendt sostiene que “Sólo la sabiduría de la percepción tardía ve lo obvio, que nada puede permanecer inmerso si cabe medirlo, que toda panorámica junta partes distantes y por tanto establece la contigüidad donde antes imperaba la distancia”. Esa percepción tardía es el presente interrogando al pasado desde una perspectiva que él jamás pudo llegar a tener, porque no era pasado concluido, sino presente en gerundio.
El pasado jamás vivió nuestro presente, cursó el suyo y corresponde a nosotros saber leerlo; pero no nos constriñe ni nos encarcela; no es carga, ni es afrenta; menos cadena. Pudiera serlo sólo si no somos capaces de entenderlo y ponernos en paz con él.
Por eso afirma Arendt —en cita de Char—: nuestro presente no deriva de ningún testamento, porque todo testamento entrega bienes del pasado al futuro; pero en la historia de los pueblos no hay posesión personal alguna, ni masa testamentaria a reclamar, ni a quién. Nuestro presente y futuro es nuestro como acción y como responsabilidad, no como haber, no como reclamo, no como derecho: ¿A quién reclamaríamos con posibilidades de resarcimiento sin perder antes la razón?
Llamamos al pasado, dice Hegel, para reconciliarnos con nosotros mismos y con nuestra realidad, para comprenderla y comprendernos.
Quien infama lo viejo jamás leyó a Heródoto, porque él sólo buscaba “decir lo que existe”; para él la palabra y la escritura —¡Ojo!— “sólo fijan lo fútil y perecedero” y , así, “fabrican la memoria”: la historia. Lo que fue, no lo que es hoy, ni lo que será mañana. ¿Qué sería el hombre sin memoria? ¿Quién sin lo viejo podría comprender lo nuevo? ¿Habría nuevo? ¿Habría sentido? ¿Podríamos valorar lo nuevo en sus méritos sin un referente?
Y ya que hablamos de memoria, vayamos a los romanos y a sus deidades Jano y Minerva, dioses de lo nuevo y de la memoria, respectivamente. Sobre los que construyeron el vocablo auctoritas, que deviene de augere: aumentar.
¿Pero qué aumenta la autoridad para ser tal? El origen, la fundación. Autoridad era para los romanos aquel que aumentaba la obra de los maiores: “Mairore Trajano” reclamaban a sus gobernantes. Y aquí hago un homenaje a mis mayores, hoy infamados por ¡viejos!, como si no todos estamos condenados a serlo.
A diferencia del poder, la autoridad hunde sus raíces en el pasado y mientras más profundas, mayor su altura y fronda. No hay nuevo sin viejo.
Y así llegamos a nuestro olvidado Zea: más que ser responsables ante el futuro, somos responsables ante nuestro pasado, por lo que recibimos, por lo que detentamos, por lo que estamos obligados a entregar a las futuras generaciones.
Nuestro pasado nos es derecho a mamar de la ubre patria, o a escarnecer a contentillo publicitario; es responsabilidad y merece el mayor —maiore— de nuestros respetos. Mucha sangre regó nuestra germinación para denigrarla descastados.
Lo viejo y lo nuevo se llama México y hoy muere en nuestras manos, mientras jugamos a dónde quedó la bolita electorera publicitaria.