El Ágora
Octavio Campos Ortiz
Se iniciaron los debates entre candidatos a cargos de elección popular y con ellos la infodemia para un indiferente electorado que pasó de espectador de las arengas en concentraciones de plazas públicas al uso de los medios electrónicos como plataforma de las campañas y la descalificación de oponentes. Pero ¿qué tanto influyen “los debates” en la decisión de por quién sufragar?
Difícilmente han permeado los encuentros televisivos de los políticos en el ánimo del ciudadano. Importaron sin tropicalizar un modelo anglosajón que funciona para sociedades altamente politizadas o conscientes de que solo con la participación de la comunidad se pueden crear políticas públicas para resolver problemas nacionales.
El rígido formato de los debates, la impostura de aspirantes, los dimes y diretes entre participantes parecen más una función de carpa que confrontación de ideas o propuestas. Exhiben sus miserias y poco hacen para convencer al sufragante con ofertas serias de gobierno.
Los debates se parecen más a La Hora Nacional, programa semanal gubernamental que une a los mexicanos, porque todos cambian de frecuencia o apagan el radio los domingos a las diez de la noche. Sin embargo, como con las encuestas, todos hacen sesudos análisis y prospectivas de quién ganó el debate.
Esos estudios también son trajes a la medida que favorecen a los patrocinadores, cuando los únicos que lucen son los moderadores. Que si tal candidato o candidata vistió mejor, que si los colores le favorecieron o no, que si como escolapio de primaria con maqueta el aspirante fulano presentó los mejores carteles contra su oponente, que si hablaba de corridito o no, pero nadie analiza la factibilidad de las propuestas o si, cuando menos, las presentaron.
Todo mundo habla de que Nixon perdió las elecciones contra Kennedy porque iba mal afeitado o no le favorecía la corbata. No, perdió porque el demócrata presentó propuestas que convencieron al electorado, no por ser cara bonita o vestir bien. A Enrique Peña Nieto lo vendieron desde siempre como niño bonito sin necesidad de los debates, como ahora lo hacen con el ex jefe de la policía, candidato a funciones legislativas que vende el espejismo de garantizar seguridad, cuando él mismo fue víctima de la inseguridad.
Los desconfiados ciudadanos pasaron del ágora con acarreadas multitudes a invisibles audiencias televisivas o de redes sociales que no se inmutan ante acartonadas figuras que pretenden ser sus futuros gobernantes. John F. Kennedy llegó a la Casa Blanca por su proyecto político más allá de haber ganado el debate, por eso lo mataron como presidente y no después de su encuentro audiovisual con Nixon; lo mismo ocurrió con Luis Donaldo Colosio, quien firmó su sentencia de muerte luego de su discurso en un atiborrado y acarreado público en el Monumento a la Revolución. Mandela pasó gran parte de su vida en una cárcel y sin embargo trascendió su ideario antirracista.
No, la televisión no es el medio ni el mensaje. No habrá más votantes después de los debates, aunque las enriquecidas empresas que miden audiencias den a un ganador. Habrá el mismo porcentaje de sufragios que en anteriores comicios, aunque haya crecido el número de votantes, porque ninguno de los candidatos partidistas se ha preocupado por establecer una estrategia que venza a su verdadero opositor: el abstencionismo.
Todo mundo quiere llegar a los debates y verse guapo, seductor, creyendo que eso es suficiente para inclinar el fiel de la balanza. Oficiosos voceros y bufones de la 4T vaticinan que Xóchitl ni noqueando en los encuentros televisivos llega a la Presidencia, y en ello tienen razón. No es la pantalla chica el foro para ganar adeptos, la candidata de la 4T nunca podría ser rostro en el Canal de las Estrellas.
El común denominador de Kennedy, Mandela y Colosio es que cimbraron el statu quo y la conciencia ciudadana, sacudieron la apatía de la gente y afectaron intereses, lo que no se logra con la oferta de la continuidad. Ningún candidato ha convencido al abstencionista, menos después de la extraña encuesta publicada por Reforma.
Alejandro Junco, en un aniversario del diario, arengó a sus trabajadores a ser libertarios como lo hizo Giuseppe Verdi con los italianos para que se opusieran a la opresión mediante el himno a la libertad, basado en la tragedia de los esclavos judíos en la era de Nabucodonosor II. Les quedó a deber.