Luis Alberto García / Moscú
*Marcó el tanto inaugural en Uruguay, el 13 de julio de 1930.
*Héroe de pocos días, luego prisionero en la guerra y jugador desconocido.
*El “Trompo” Juan Carreño descontó por el equipo mexicano.
*Francia fue eliminada por sus derrotas ante Argentina y Chile
Como es habitual antes de cada Campeonato del Mundo de futbol –como lo hizo el autor de las crónicas contenidas en “Nalifka, aroma de Rusia” en 1970, 1978, 1986, 1994, 2014 y 2018-, en vísperas del torneo mundialista de 1990 en Italia, algunos periodistas buscadores de noticias quisieron investigar para sus medios, quién había marcado el primer gol en la justa uruguaya de 1930, seis décadas atrás.
Impulsada por el liderazgo de José Nasazzi, su capitán, la selección uruguaya dominaba el futbol del mundo en la década de 1920: se coronó en los Juegos Olímpicos de 1924 y 1928, con lo que quedó validada la consigna de Jules Rimet, presidente de la naciente Federación Internacional de Futbol (FIFA) y creador de la copa que lleva su nombre.
Fundador de la contienda en la cual se disputaría el trofeo que llevó su nombre hasta 1970, Rimet aseguró que en Sudamérica se jugaba el futbol más desarrollado del mundo, en latitudes que incluían a Uruguay, Argentina y Brasil.
El partido inaugural, con el que se abrió el telón balompédico de un evento universal que perdura hasta hoy, fue escenificado el 13 de julio de 1930 en el barrio de Los Pocitos, en una cancha perteneciente al club Peñarol, con Francia y México como protagonistas históricos.
La ceremonia de inauguración transcurrió en una una tarde lluviosa, de frío polar, con un invierno austral inclemente, en el año que conmemoraba el centenario de la República Oriental del Uruguay, cuyo gobierno cubrió los gastos de transporte, alojamiento y alimentación de los participantes.
Los historiadores y cronistas cuentan que el pequeño país platense enfrentó una dificilísima organización, con solamente cuatro invitados europeos –Francia, Yugoslavia, Bélgica y Rumania-, sumamente afectados, como el resto del mundo, por la crisis económica detonada en octubre de 1929.
No obstante las pocas naciones que intervinieron en él, la justa se desarrolló con mucho ánimo y entusiasmo desde el momento mismo en que el árbitro uruguayo Domingo Lombardi dio el silbatazo inicial, con el saque a cargo de quien sería el héroe de la jornada.
Era un personaje que permanecería en el anonimato durante años y años, el mismo que, a los 19 minutos del iniciado el partido, anotó el primer gol en la historia de los torneos mundialista: se trataba de Lucien Laurent, interior izquierdo de los franceses, deportista de pocas palabras y muchos goles nacido en 1907.
Fue una pena que ese primer choque no se realizara en el estadio Centenario -que sigue de pie tantas décadas después-, construido exprofeso para el I Campeonato Mundial de futbol, pues no estuvo a punto para el día señalado por unas lluvias bíblicas que atrasaron su terminación, difiriéndose su estreno para el 18 de julio siguiente, seis días más tarde del juego México vs. Francia.
Los registros de la FIFA dicen que, a las 15.00 horas tiempo local, con una asistencia de 4 mil 444 pagantes, dio comienzo el partido, con la siguiente alineación, por México: Bonfiglio, Garza, López, Mejía, Rosas, Ruiz, Sánchez, Amezcua, Juan “Trompo” Carreño, Pérez y Felipe “Diente” Rosas, combinado a cargo del entrenador español Juan Luque de Serralonga.
Dirigidos desde la banca por Raoul Coundran, los “bleus”, que ya vestían como la selección campeona del mundo de 2018, formaron con Thépot, Langiller, Liberati, Maschinot, Mattler, Pinel, Villaplane, Chantrel, Capelle, Laurent y Delfour.
Por supuesto que aquel torneo mundial no se organizó como ocurrió en los siguientes, y a Monsieur Rimet le había costado sangre, sudor y lágrimas -con permiso de Sir Winston Spencer Churchill si aplicamos su celebérrima frase de 1940-, conseguir que Francia participara, y más aún que llevara a sus mejores jugadores.
Los clubes no lo veían bien, porque aprovechaban el verano para recaudar dinero mediante partidos amistosos, sin que siquiera Inglaterra, España e Italia se diganaran solicitar su inscripción, como tampoco era fácil llevar a los jugadores que todavía eran amateurs, sin paga alguna, sin un profesionalismo que los sostuviera.
Lo habitual es que dependieran económicamente del empleo en que estuvieran y, en el mejor de los casos, tenían que utilizar su periodo vacacional en ello, como fue el caso de Lucien Laurent, quien jugaba en el Sochaux de la población que albergaba las fábricas de los automóviles Peugeot, ya famosos desde entonces.
Francia ganó sólo ese primer partido con goles de Laurent, Langiller y un par de Maschinot, aunque con el mérito de que desde el minuto 26 jugó con diez hombres por lesión de su guardameta Thépot, cuyo jersey se tuvo que poner Chantrel.
Luego perdió por igual marcador (1-0) con Argentina y Chile, tercer partido que no jugó Laurent por lesión, regresando a Francia silenciosamente -sin nada que celebrar, ni siquiera la primera anotación en un torneo que disputaba la supremacía futbolística mundial-, como habían salido de la patria.
“L’Auto”, gran periódico francés antecesor de “L’Équipe”, nombre que tomó tras la Segunda Guerra Mundial, ni siquiera pagó un enviado especial que registrara los avatares de los futbolistas, sino que contrató como informadores a Chantrel y Pinel –a quienes se les daban bien el periodismo y las letras-, miembros destacados del equipo representativo de la dulce Francia, sin que se supiera más de Lucien, nunca reconocido, como lo mostró el paso de los años.
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