La insoslayable brevedad
Javier Roldán Dávila
Su mayor aportación consistió en demostrar que sí hay mal que dure cien años
El pasado viernes, murió Luis Echeverría Álvarez, el último presidente del Nacionalismo Revolucionario (no consideramos a José López Portillo debido a que, después de todo, abrió la puerta a los neoliberales) y, aparte de ello, personaje harto controvertido.
Sobre el asunto, varios políticos que crecieron a su sombra, ponderan que don Luis, como lo refieren, fue un impulsor de grandes instituciones que, actualmente, son fundamentales en el Estado Mexicano, a saber: el INFONAVIT, el CIDE, el CONACYT, la Universidad Metropolitana, el FONACOT y la PROFECO.
No obstante, el hombre que se distinguió por el uso de la guayabera como una muestra de su pasión por el folclore, también tiene responsabilidad directa en tres eventos más que trágicos: la Matanza de Tlatelolco (como poderoso secretario de Gobernación), la Matanza del Jueves de Corpus y la Guerra Sucia contra la guerrilla, ya como presidente.
Aunque siempre se deslindó de estas calamitosas situaciones, el protagónico ex presidente, nunca intentó dar su versión de los hechos, es decir, si no fue él la mano que meció la cuna, debió saber quién ordenó tales masacres, así pues, por dónde se le quiera ver, tuvo participación directa.
En este orden de ideas, por más que en sus lineamientos de Política Exterior impulsara la Agenda del Tercer Mundo (incluidas fotos con Tito, Castro y Mao), además de que en el ámbito doméstico intentó congratularse con la Izquierda (la verdadera), Echeverría llevará el estigma, hasta el final de los tiempos, de ser un mandatario matón, por más instituciones que haya alentado.
Por cierto, bastó ver la asistencia a las pompas fúnebres, para entender el veredicto del Juicio de la Historia.