Magno Garcimarrero
Vivíamos en una casa de pensión en la ciudad de México, seis estudiantes de diferentes carreras en Ciudad Universitaria, todos de familias veracruzanas de medianos a escasos recursos económicos, que hacían considerables esfuerzos para mantener los estudios profesionales de un vástago, con buenas intenciones de ser licenciados unos, ingeniero otro, doctor y arquitecto otros más.
La mesada para pagar a la pensionista era puntual en lo general, pero a veces, para alguno se retrasaba por cualquier razón, y la señora de la casa le ponía cara al pensionado y le servía con gestos agrios mientras duraba la deuda.
Vivíamos en un feo edificio del primer cuadro de la ciudad, en la calle de Juan Soto, atrás de la alameda central; barrio bravo ya entonces, cercano al edificio de Bellas Artes, pero también al teatro Blanquita, donde, cuando había, íbamos a gastar algunos pesos para ver a las tiples danzar alrededor de Marco Antonio Muñiz que, hacía sus pininos como solista.
Una mañana de 16 de septiembre, los pensionados nos pusimos de acuerdo para ir en bola a ver el desfile militar y, después entrar a un bar a tomar una cerveza, pero Jorge el de Catemaco, atrasado en el pago de la pensión, alegó ante la insistencia de los demás, que no tenía dinero, por lo que prefería quedarse en la pensión y aprovechar para estudiar un poco la teoría de las obligaciones originadas por la comisión de delito. A punto de salir al paseo, Jorge le pidió a Javier un cigarro porque ni en eso quería gastar, dado su sentimiento de deudor insolvente, Javier tomo de su cajetilla dos cigarros y de buena gana se los dio.
Con la casa ya vacía de estudiantes ruidosos, Jorge tomó su libro, se sentó en una vieja silla, encendió un cigarrillo y se dispuso a iniciar la lectura, cuando la señora de la casa le dijo con tono de molestia:
“Si vas a fumar, hazlo afuera, aquí vas a apestar toda la casa”.
Resignadamente Jorge arrastró la silla vieja dos pisos hasta la azotea, la recargó en la orilla del muro hacia la calle y, mientras leía fumaba como único gusto que ese día estaba a su alcance económico; después del último chupete, dado con las mayores ganas, arrojó la colilla encendida, que ya le quemaba los dedos, hacia atrás… justo cuando abajo, en la acera, pasaba un vendedor de globos de gas que iba a la fiesta patria a hacer negocio… la llamarada debe haberse visto como las del Popocatépetl… le quemó los pelos a Jorge, mandó al hospital al globero y la obligación económica causada por la comisión de delito, brincó del libro a la primera delegación de policía del D.F.
Jorge se hizo abogado laboralista.
M.G.