Por Aurelio Contreras Moreno
Javier Duarte de Ochoa y Roberto Borge Angulo iniciaron sus gobiernos prácticamente a la par, a finales de 2010. Desde un principio, entre ambos hubo grandes similitudes en sus maneras de ejercer el poder y de conducirse en lo personal. Incluso, eran amigos.
Durante sus respectivos mandatos, ambos gobernaron como si el poder les fuera a durar para siempre, con toda clase de excesos y latrocinios. Sintieron que, como a sus antecesores, el sistema habría de protegerlos para evitar ser llamados a cuentas.
Veracruz y Quintana Roo sufrieron un saqueo devastador durante los seis años que Duarte y Borge estuvieron al frente de sus respectivas administraciones. El futuro de ambas entidades fue hipotecado, la criminalidad se apoderó de sus territorios, sus recursos naturales y financieros sobreexplotados y dilapidados, mientras la clase política en torno suyo amasaba fortunas descomunales al amparo de un poder ejercido de manera patrimonialista, como si fueran los dueños de vidas y haciendas.
En Quintana Roo como en Veracruz se hostigó y persiguió a los periodistas que no aceptaron alinearse con esos gobiernos. En lo que no hubo comparación fue en la letalidad, que en el gobierno de Duarte superó todo lo imaginable.
Hoy, ambos ex gobernadores, que en su momento fueron “presumidos” por el entonces candidato presidencial priista Enrique Peña Nieto como representantes del “relevo generacional” de su partido, todavía comparten suerte y destino: ambos están detenidos en cárceles de países extranjeros acusados de desviar millones y millones de pesos.
Los dos, con el cinismo y frivolidad que los caracteriza, oponen resistencia a enfrentar a la justicia en México.
Tanto Javier Duarte como Roberto Borge cometieron un “pecado” que el sistema político mexicano no perdona: perdieron. Fracasaron a la hora de mantener en el poder al partido que los cobijó, y el sistema les pasó la factura como nunca antes en la historia política moderna de este país, defenestrándolos y humillándolos a manera de escarmiento y por conveniencia política, más que por una búsqueda legítima de justicia.
Al volver la vista atrás, hay que recordar que al inicio de los gobiernos de Duarte y de Borge había alguna expectativa de renovación, de nuevas prácticas en el ejercicio del poder, como corresponde siempre que inicia una nueva administración gubernamental. Y el resultado seis años después fue un rotundo fracaso, aunado a una monumental decepción de la población a la que defraudaron por su insaciable ambición.
El gran problema es que esa ecuación de expectativa-decepción es una constante de la vida pública de nuestro país. Difícilmente algún gobierno sale bien librado tras su periodo de gestión. La evaluación generalmente es negativa, producto de un sistema que no sabe funcionar de otra manera, que tiene la corrupción enquistada como un tumor maligno inoperable que ha hecho metástasis en todo el cuerpo.
Tras las elecciones del pasado domingo, y hablando específicamente del caso de Veracruz, nuevamente se registran grandes expectativas sobre el papel que desempeñarán las próximas administraciones municipales. Ojalá que la realidad no se las coma tan rápido.
Algo que tampoco entendieron Javier Duarte ni Roberto Borge es lo que dice un viejo adagio de la política: los verdugos de hoy serán las reses del mañana. En ambos se cumplió al pie de la letra. ¿A quiénes veremos en el matadero del sistema dentro de unos años?
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