Me llamaban Perro o Perrito porque eso soy. En el tiempo que habité en los jardines de una pequeña plazuela pública, aprendí de la crueldad de los que se llaman a sí mismos, humanos.
POR CARLOS FERREYA Libre en el sur
Nací en una somnolienta ciudad de provincia. Mis primeros años, abandonado, aprendí a vivir en la calle, adivinando el corazón de cada humano con que me cruzaba.
Moraba en los huecos de las raíces de ciertos árboles y aprendí a encontrar mi comida. Gente buena nos daba los restos de su comida a mí y los otros tres de nuestra pandilla.
Me llamaban Perro o Perrito porque eso soy. En el tiempo que habité en los jardines de una pequeña plazuela pública, aprendí de la crueldad de los que se llaman a sí mismos, humanos. Y también conocí el alma blanca de los niños con los que correteábamos entre los macizos de flores y arbustos chaparros. El hombre que cuidaba las plantas nos odiaba y nos lanzaba la hoz con la esperanza de mocharnos las patas.
Nos parecía divertido mientras el hombre nos miraba con furia. Nunca nos lanzó piedras. No nos quería lastimar, creo.
Un día un hijo de mala madre me ató un cohete en la cola. Perdí la punta y fui a parar a un refugio donde dejaron de llamarme por mi nombre y me pusieron Pepe.
No era un mal lugar, sostenido con el entusiasmo y el esfuerzo y los recursos de una familia animalista que con todo el entusiasmo del mundo recogían canes, los cuidaban, los arreglaban y luego los daban en adopción.
Siempre me sentí muy contento de que no les diera por ayudar a humanos callejeros. En el refugio fui aprendiendo muchas cosas, a ser muy limpio, cuando hago mis necesidades, no treparme a los muebles y algo importante, a no ladrar.
Conocí allí a los perros de diseño, unas monstruosidades que sólo caben en la mente del hombre. Un Dóberman Pinscher creado como raza superior, airoso, gallardo, estético y muy inteligente, de pronto convertido en algo más grande, no mucho, que una rata.
Esos canes minúsculos son impredecibles, muy ladradores y generalmente agresivos. Así le gustan a la gente que se desvive por apapacharlos.
El zoquete que me ayuda con mis recuerdos, me llevó a su casa. Se dio cuenta que en este país todo mundo arrastra el nombre de José y pensó que no era educado seguir llamándome con el diminutivo de Pepe.
Al reconocerme ciertas virtudes lo cambió por Vago, sólo que le hicieron ver la grave ofensa al colgarle las virtudes de los primeros hijos de la Nación.
El zorrillo, que se piensa mi amo sin entender que al amo se le sirve, buscó otro nombre adecuado. Mientras, me solazaba: mirándolo correr con una bolsita de plástico en las manos para limpiar mis excrecencias.
Me ponía la comida, cuidaba que el agua del bebedero estuviese limpia y sacudía y asoleaba mi cama, servicio completo a cargo de un buen sirviente al que debe retribuirse ocasionalmente.
Desconozco por qué este zonzo supone que siempre tengo comezón bajo las orejas, o en la panza. Yo lo dejo, es mi contribución a su bienestar, se siente feliz, muevo la cola y me voy a dormitar mientras me da hambre.
Una especie de encuesta que no fue tal, concluyó con el nombre de Pazguato. Me causa gracia porque el veterinario le cuelgo el apellido de mi servidor luego de mi nombre. Y pienso que le viene bien.
La estoy pasando bien, les causa gracia que no ladre, que chifle suavemente, aunque sí sé ladrar. Total, “mi amo” por inocente lleva la Z en la frente…