Carlos Ferreyra
Veamos: entre los objetos más preciados en mi posesión, está la máquina de escribir de la señora Fernanda Villeli.
Para los ignotos que me temo son muchísimos, tantos que hasta nos gobiernan, debo aclarar que por sí solo el artefacto es insólito, inimaginable en esta época de máquinas que te corrigen y frecuentemente te imponen su corrección, aunque no corresponda con tu idea, con tu texto.
Por mencionar lo más simple pero que me llamó de inmediato la atención, es que los martillos tienen cada uno tres signos, letra minúscula, mayúscula u algo más como paréntesis, admiraciones, dos puntos, punto y coma y así hasta agotar las necesidades de la escritura.
A tal prodigio hay que sumar el hecho de que allí nacieron las radionovelas y vieron la primera luz los teleteatros, obras generadas por la señora Villeli.
Hace tiempo pensamos que debería ocupar un destacado sitio en el frustrado museo del escritor, la que sería invaluable herencia y homenaje de René a las letras nacionales.
La incomprensión de las autoridades capitalinas lanzó el proyecto por la borda. Abracé la bellísima maquina y le prometí que nunca nos separaríamos.
Rompo mi palabra, se fue mi esposa, Male, y tengo la esperanza de pronto alcanzarla. No depende de mí, sino de las circunstancias. Estoy sano y lúcido pero no quiero que en algún momento esa joya quede al garete.
Apelo a las tres bellas y sobresalientemente inteligentes hijas de la escritora, que algún día me honraron con esa custodia, que piensen cuál será el mejor destino de ese aparato que, finalmente, es histórico.
Pienso que la solución inmediata sería El Estanquillo pero en un chico rato de fortuna alguien decide iniciar el Museo de las Letras Mexicanas.
La máquina debería acompañarse de un espléndido texto de las hijas, las tres distinguidas creadoras con larga data en medios internacionales, y en la diplomacia, el teatro.
Ojalá estas letras lleguen al conocimiento de las adorables criaturas que, seguro, no permitirán el extravío de este legado…