Juan Luis Parra
Al mexicano le han contado un cuento de patria desde que está en la escuela: que somos un país libre, soberano y con una historia heroica. La realidad es mucho más incómoda: México nunca fue un país sólido, sino un invento mal armado por políticos mediocres para repartirse el poder y disfrazar sus rapiñas con banderas y discursos fáciles.
Nacimos rotos. La Independencia nos arrancó de nuestra madre patria, con quien compartíamos leyes, lengua, fe y una estructura de orden que, con todos sus defectos, nos mantenía integrados a un proyecto civilizatorio occidental. Perdimos nuestro lado europeo y con ella se fue nuestro lado más culto, más disciplinado, más racional.
Lo que quedó fue un territorio fragmentado, con caudillos que jugaban a gobernar, pero que en realidad buscaban botín.
Lo realmente valioso que tenemos, nuestra arquitectura, nuestras ciudades, nuestro arte, nuestros pueblos mágicos, viene de esa mezcla: del encuentro feroz entre lo indígena y lo europeo, entre lo mágico y lo estructurado.
La Nueva España no fue una colonia más, fue una civilización mestiza que aprendió a juntar el maíz con el aceite de oliva y el náhuatl con el castellano. Era un país sin color definido, sin dogmas únicos, pero con identidad.
Ahí nació México.
Nuestros antepasados no se exterminaron entre sí: se influyeron mutuamente. Los franciscanos aprendieron náhuatl, los yaquis abrazaron a la Virgen, y la fe católica tomó formas nuevas entre danzas y máscaras indígenas.
Lo mejor del mexicano es su capacidad para mezclar, no para dividir. Y eso, precisamente eso, es lo que se vino abajo cuando llegó el político moderno.
Todo cambió en 1910.
Con la Revolución llegó el verdadero cáncer: el político mexicano contemporáneo. Nació ahí, entre balazos y discursos demagógicos, el sistema que hasta hoy nos sigue secuestrando.
A Porfirio Díaz se le puede criticar mucho, pero no se le puede acusar de improvisado. Con él hubo rumbo, proyectos de Estado, una noción de futuro. Se pensaba en generaciones, no en elecciones. Había ferrocarriles, ciencia, inversión. ¿Autoritarismo? Sí. Pero también competencia.
Después de él, el caos se institucionalizó.
El PRI creó el sistema sexenal como maquinaria perfecta para repartirse el pastel. Desde entonces, México vive atrapado en una campaña electoral eterna.
Cada año hay elecciones.
Cada año hay promesas.
Y cada año todo sigue igual.
Hoy, Morena es solo la herencia de lo podrido. Cambiaron los colores, no las prácticas.
AMLO no rompió con el viejo régimen: lo perfeccionó. El clientelismo se disfrazó de justicia social, el militarismo se vendió como protección, y la mediocridad se convirtió en virtud. Ahora, además, el narco legisla en silencio y gobierna territorios enteros.
Y mientras tanto, ¿qué se construye de bello? Nada. ¿Qué obras públicas van a admirar nuestros hijos? Ninguna. Porque los proyectos no están pensados para durar, están diseñados para colgar placas, tomarse la foto. Y para que el siguiente las destruya y se tome las suyas.
México se ha vuelto un país donde la tranza es astucia y el abuso es norma. Donde el culto a la ignorancia se disfraza de “identidad del pueblo” y el que se educa es visto como traidor a la patria.
El país que pudo haber sido: moderno, culto, mestizo, espiritual, con raíces indígenas y visión europea, fue traicionado por un siglo de políticos de medio pelo. Se nos fue el proyecto de nación y nos quedamos con los proyectos hechos cada sexenio.
Pero puede que estemos llegando al final del ciclo.
Con Estados Unidos designando a los cárteles como organizaciones terroristas y rastreando sus redes financieras, el golpe que puede venir sería devastador. Si llegan a congelar cuentas y propiedades, medio sistema se va a desmoronar. Y ese día, en medio de la ruina, será la única oportunidad para empezar de nuevo.
Ahí es cuando hará falta recordar quiénes fuimos de verdad. Una cultura compleja, mezcla de todo.
Esa mezcla es lo único que vale la pena rescatar.
Cuando llegue ese punto de quiebre nacional, será hora de apagar la música, guardar en el establo a los burros que se creen caballos finos y limpiar el cochinero que dejó la borrachera de poder desde la revolución, de estos políticos mediocres.
Este país no se arregla con elecciones. Se arregla con memoria y con cultura. Y si no podemos salvarlo por voluntad, tal vez tengamos que hacerlo por colapso.
Que caiga todo. Y cuando lo haga, que no vuelvan a levantarlo los mismos.