Relatos dominicales
Miguel Valera
Era hosco, huraño y de pocas palabras, pero siempre que la gente lo buscaba ahí estaba para ellos. Tenía señora y creo que hasta hijos a pesar de que había prometido, ante el obispo que lo hizo cura, que viviría en celibato. Con él aprendí, sin que mediara una predicación de por medio, que más allá de las leyes, reglas, reglamentos y disposiciones legales inventadas por el hombre, lo fundamental era el respeto al “otro”, hombre, mujer o las 398 denominaciones genéricas que no conocíamos en esos tiempos.
Así lo recuerdo cuando un día, de un calor infernal de 36 grados, un hombre tocó a la puerta de su parroquia para pedirle que fuera a darle la extremaunción a su esposa, que vivía en Acazónica, una comunidad ubicada a 22 kilómetros de Paso de Ovejas. A pesar de que ya casi era la hora de la comida el cura se puso al volante y fue con el hombre a despedir a la mujer con la que había compartido casi 50 años de vida.
Una tarde fresca, luego de que tomamos dos vasos fríos de limonada, que Paty, su ama de llaves nos sirvió, le comenté lo que había leído recientemente en Homo Viator, un libro de Gabriel Marcel. Era muy, pero muy práctico y quizá me miró con desconfianza. “El otro también puede ser un pretexto”, me dijo. Muchos de los sistemas del mundo han tenido al otro como camino y vía, pero han sido sólo refugio para satisfacer deseos personales”, me dijo.
Lo miré sonriente, con los ojos iluminados. Entonces le leí fragmentos de Marcel que coincidían con lo que me acababa de decir: “El que adopta una pose, aquel que sólo parece estar preocupado por los demás, en realidad no está ocupado más que consigo mismo… Sería interesante investigar cuál es el clima social que más favorece la pose, cuáles son, por el contrario, las condiciones más apropiadas para no fomentarla… más que como una caja de resonancia o un amplificador, tiende a convertirse para mí en una especie de aparato que puedo o creo poder manipular, o del que puedo disponer”.
Ahora él fue el que sonrió. Ese día me llevó a Mata de Jobo, con un grupo de compañeros menores a mí, en esa época, con quienes tuve una de las más grandes experiencias de mi vida. La gente lo quería, no por su vida personal, no por sus méritos, por sus logros y condecoraciones. La gente lo quería porque siempre estaba para ellos, porque les servía sin distingo, porque pensaba en “los otros” como personas, como seres humanos necesitados, sedientos, a la mitad del yermo de la vida.
Cada vez que puedo visito Paso de Ovejas, me tomo una malteada de vainilla en el kiosko del parque, me meto al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe y recuerdo al padre Miguel Canelo Sánchez, de feliz memoria. Pienso en sus luces, porque ¿qué humano hay que no tenga sombras?, y sonrío, recordando que fue, sin dudas, un hombre feliz.