Luis Farías Mackey
La libertad es una forma de —ser—en—el—mundo; no es un problema de voluntad ni de causalidad; es un carácter propio de la existencia que distingue al ser humano de todas las demás especies. La libertad es en el mundo, en tanto ámbito de interrelaciones humanas sobre el globo terráqueo. En realidad, el hombre no señorea la tierra, como dice la biblia, baste verlo en un temblor, en un huracán o en una pandemia. El hombre señorea el mundo, ese espacio de artificios e interrelaciones humanas que los humanos hemos construido sobre la tierra y contra ella. La libertad es propia del mundo humano, no de nuestra naturaleza biológica regida por necesidades vitales; el resto de los seres vivientes conocidos no son libres, sólo el hombre lo es.
Pero ¿para qué lo es? En otras palabras, el mundo en tanto obra humana debe de tener sentido, debe ser un “espacio de intelegibilidad” (Karsten Harries). “Ser—en—el—mundo” es ser en un espacio y la conjunción de ser, libertad y espacio debe ser inteligible. Heidegger hablaba de “ser—ahí” como una estructura abierta, contraria a las verdades sabidas y a los corrales doctrinarios, científicos, sociales y políticos. Pero iba más allá, el “ser—ahí” no sólo está abierto, es en sí mismo la “apertura”: es, dice: aperturidad. En otras palabras: el “ser—ahí” no es algo hecho sino un haciéndose, un proceso de hacerse presente en sucesivos “ahíes”.
Y aquí tenemos que acudir a Nietzsche y su filosofía del martillo. El ser y el ahí ya son, digamos que están cerrados, para aperturarse, para ser y hacer más de sí mismos, para inaugurar tiempos inéditos y aún intransitados, deben dejar de ser; de allí que nos diga que no hay resurrección sin sepulcros ni auroras sin ocasos. La filosofía del martillo debe romper la roca para hacer surgir de su interior la escultura y el ser debe dejar de ser lo que es, y donde es, para ser más de sí mismo.
Pues bien, el saber debe dejar la seguridad de su conocimiento para abrirse a lo desconocido del pensamiento. El “solo sé que no sé nada” no es el final de la filosofía, sino su principio: solo cuando se sabe que más allá del saber habita un infinito desconocido se activa el pensamiento. Para ello es necesario dejar lo conocido, su comodidad y seguridad y navegar océanos profundos, procelosos y desconocidos.
Byung—Chul Han dice que nuestro problema es haber perdido la capacidad de la “carne de gallina”. Al pensamiento, dice, le precede una dimensión anímica; antes que el pensamiento se enfoque hacia algo, “se encuentra ya en una disposición anímica básica” cuya desconocida magnitud nos pone la carne de gallina, nos enajena. Pero esta “disposición anímica no es un estado subjetivo que tiña el mundo objetivo. Es el mundo”. Posteriormente, el pensamiento articulará en conceptos el mundo que se nos apertura poniéndonos la carne de gallina. Por eso Heidegger dice que la filosofía no es más el preguntar conceptual a partir de un estremecimiento esencial; estremecimiento que solo es posible desde y en una disposición anímica fundamental y precedente.
En este estremecimiento inicial el pensamiento está fuera de sí porque es interpelado en su totalidad por el mundo que hasta entonces le era conocido y propicio. Vale la pena recuperar aquí cómo Nietzsche narra el momento en que fue asaltado por el pensamiento del eterno retorno de lo mismo: “de repente, con seguridad y precisión indecibles, se hace visible y audible algo, se hace audible algo que lo conmueve y trastorna a uno en lo más profundo, describe simplemente la realidad de los hechos. Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién es el que da; un pensamiento brota fulgurante como un rayo, con necesidad, sin titubeos en cuanto a su forma (…) Un arrebato, cuya tremenda tensión se desarrolla a veces en un torrente de lágrimas, en el que tan pronto se precipita el paso, sin querer, como se ralentiza; un completo estar—fuera—de—sí, con la más nítida conciencia de una infinidad de delicados temblores y estremecimientos que llegan hasta los dedos de los pies; un abismo de felicidad, en el que lo más doloroso y sombrío no opera como antítesis, sino como algo requerido, exigido, como un color necesario dentro de semejante sobreabundancia de luz; un instinto de relaciones rítmicas que abraza un amplio espacio de formas — la longitud, la necesidad de un ritmo amplio vienen a ser la medida de la pujanza de la inspiración, una especie de compensación a su presión y a su tensión… Todo ello ocurre en forma involuntaria, como llevados en un torbellino de sentimientos de libertad, de absolutez, de poder, de divinidad… Lo más singular es la involuntariedad de la imagen, del símbolo; no se tiene ya noción de lo que es la imagen, de lo que es el símbolo; todo se ofrece como si fuese la expresión más cercana, la más exacta, la más sencilla. Parece en verdad, por recordar unas palabras de Zaratustra, como si las cosas mismas se acercasen y se ofreciesen como símbolo (‘aquí todas las cosas acuden acariciadoras a tu discurso y te halagan: pues quieren cabalgar a lomos de ti. En cada símbolo cabalgas aquí hacia cada verdad. Aquí se abren para ti las palabras y santuarios de palabras de todo ser; todo ser quiere convertirse en palabra, todo devenir quiere aprender a hablar de ti’). Esta es mi experiencia de la inspiración”.
Este estremecimiento es el despertar de la disposición anímica previa al pensamiento donde “todo es un estrépito forzado de conceptos y palabras vacías” (Heidegger): un pathos, una pasión, un arrebato. Tras de él llega el pensamiento como acontecimiento, si se me permite, como hazaña que trae al mundo algo totalmente distinto: la “negatividad de toda ruptura”, lo “intransitado”, dice Han: “El pensamiento en sentido enfático engendra un mundo nuevo. Está en camino hacia lo completamente otro, hacia otro lugar (…) el pensamiento cambia al mundo”; lo despeja e ilumina.
Y cierra Han con Deleuze: “No es la inteligencia sino un idiotismo, lo que caracteriza al pensamiento”, porque el idiota se despide de todo lo que ha sido: “habita esa inmanencia virgen, aún no descrita, del pensamiento” y se “atreve a saltar a lo totalmente otro, a lo no transitado”.
Pues bien, nuestra generación carece de carne de gallina y, así como nos sobran tripas, hemos perdido ansias de libertad. No seríamos propicios para descubrir América, probablemente ni el fuego. Vivimos en la comodidad de la “infósfera” y el consumismo de la información, en la reacción emocional y conductista, en las relaciones interhumanas del like, en el silencio y soledad del rebaño. Respondemos a estímulos, pero sin disposición anímica propicia y precedente al pensamiento, nuestro condicionamiento no mueve a pensar, sino a responder uniforme, masivamente y maquinalmente a los estímulos de la psicología de las masas (en México distinguidamente las mañaneras).
El 24 no será igual a todos sus sólo si nos atrevemos a pensarlo diferente y no a repetirlo al pie de la letra.
Concluyo: nuestra forma de ser en el mundo, nuestra condición humana, diría Arendt, es cada vez menos humana, menos libre, y, nos alerta: “la erradicación total del hombre en cuanto hombre es la liquidación de su espontaneidad”, su libertad.
Y con estas tristes líneas despido este aciago 2022, deseándonos libertad y carne de gallina para el 2023. Más allá de lo conocido y trillado, hay un universo en espera que despertemos al pensamiento y a la libertad.