La vida como es…
De Octavio Raziel
Hace algún tiempo, mi amigo Ricardo G. G., me escribió para preguntarme qué pensaba sobre Dios.
Pues bien, me puse a pensar, cosa que no hago con frecuencia, sobre este asunto en el que no había reparado con suficiente profundidad.
En ocasiones brotaba de muy dentro de mí la duda sobre la existencia divina, y en otras cometía el pecado de la envidia. Sí, envidiaba a quienes si creían en Él; que realizaban celebraciones, se hacían brotar sangre con cilicios frente a imágenes inmutables; peregrinajes hasta piedras flotantes; rasgaban sus vestiduras o encendían varitas con insoportables olores.
Mi agnosticismo prevalecía sobre la espiritualidad, hasta que…
Esta mañana, a las 05:30 que es la hora a la que regularmente despierto, di gracias al Supremo por el nuevo día: abrí mis ojos y disfruté ver clarear la mañana; mis oídos percibieron el canto de las aves (una verdadera algarabía) llegó hasta mí el aroma del romero y la menta sembrada cerca de la puerta principal (para alejar las malas vibras) mientras mi piel se enchinó con la fresca brisa que llega hasta Tetecalita, Morelos, desde las costas del Pacífico. Hora de disfrutar el primer café.
Regresó a mi mente la pregunta del amigo.
Con la vista hacia mi amplio jardín pienso en mi Dios, ese que puso el átomo primigenio en medio de la nada. Lo sembró, lo regó con su luz, lo acarició con sus manos y lo vio crecer, grande, grande, hasta que: ¡Puum! ¡Bang! Surgió de una fiesta de fuegos de artificio el Universo, y con ello –obvio- la Tierra.
Aquí nació mi Dios. Mío y de nadie más. Yo lo moldee. Las más de las veces es etéreo, sutil, impalpable, nuboso, pero siempre con rostro tranquilo. Eso sí, no muy definido. No guapo, no feo; no joven, no viejo.
Mi Dios es buena vibra; a diferencia del cruel y vengativo de los judíos; obtuso y cerrado de los islámicos; el bondadoso y cristiano con la mejilla hinchada de tanto ponerla o el pasivo, indiferente e inerte de los orientales. Le hablo y me atiende; no me regaña ni me recrimina; sólo escucha. La penitencia que pone a los pequeños pecados cometidos a lo largo del día se centran en que debo tomarlos como experiencias.
Hablo con Él y le agradezco que me haya permitido hacer lo que he querido, llegar hasta donde quise. No más, no menos. Expresar mis ideas a través de la escritura fue lo mejor que pudo haberme dado. ¿Qué tan bien, qué tan mal? No importa. Viajé, disfruté, sentí con mis cinco sentidos y percibí con el sexto el mundo que me tocó vivir. Hice muchos amigos y algunos –necesarios- enemigos. Realicé deportes extremos, navegué por el Golfo entre tormentas de la noche y amé con cierta intensidad.
Al llegar la noche, agradecí que fuera bendecido con un día más –o menos, según desde donde se mire- apreciando la sensación de que mi Dios estuvo conmigo, que sea un ente responsable, cumplidor. Es más, muy buena onda. El balance ha sido positivo: aprendí de todo lo que me rodeó; cometí errores y uno que otro pecadillo sin importancia. Imagino su cara y sus ojos son los de un padre que no regaña, sólo aconseja y comprende la debilidad humana.
Mientras entro en la fase mor, en ese sopor que llega antes que la pequeña muerte llamada sueño, me doy cuenta que debo reclamarle algo sobre el amor. El verdadero y más grande lo puso frente a mí cuando ya no es posible entregarlo ni recibirlo.
“Dios no cumple caprichos ni endereza jorobados” decía Josefinita, la abuelita sabia.
No muy satisfecho con el dicho, acato los designios del Señor –algo que no siempre observo- y le agradezco ser mi protector, mi guía, la mejor buena vibra que se ha presentado en mi vida.
No sé a qué hora se oscureció mi mente ni a dónde se haya ido mi espíritu durante mis cinco horas de sueño. Tal vez al mar, a la playa, a observar cómo van quedando marcadas mis huellas en la arena; como pecados que las olas borrarán.