De memoria
Carlos Ferreyra
Mi primer recuerdo de mi hermana tres años mayor que yo, Olga Elena, fue cuando provocó el surgimiento del charro mexicano que era mi padre al ponerme Olga un vestido suyo y unos zapatos de tacón.
La verdad no registré como importante el hecho que pasó al olvido unas horas después de sucedido.
El segundo recuerdo de mi hermana mayor fue cuando ingresó a la escuela primaria leyendo de corrido y con un librito de cuéntenos bajo el brazo, nadie le pregunto, cómo aprendió a leer y del libro de cuentos supuestamente fue un obsequio del tío Joaquín Barajas Sandoval, otro de los charros certificados de la familia.
Católicos mis padres, pero no mochos, inscribieron a Olga Elena en un colegio de monjas al que asistían las hijas de la plutocracia moreliana.
Ni mi padre estaba en posibilidades económicas ni de voluntad para vivir agasajando a las zopilotas ni mi madre acostumbraba frecuentar los círculos sociales de la capital tarasca.
Cumplían con los ritos básicos de la religión judeocristiana, bautizo, confirmación y primera comunión, pero a partir de entonces los vástagos quedábamos al garete. Personalmente me acerqué a la iglesia, de la que me alejé cuando conocí algunos sacerdotes de dudosa vocación.
Mis hermanos anduvieron por su lado ambos más apegados a los estudios formales que a doctrinas y reuniones de tipo eclesial.
En el colegio mensualmente se leían las composiciones de las niñas más destacadas, casi todas hablando de la vaquita nueva, del caballito que compró papá o del lejano y poco frecuente viaje hasta la capital nacional. Composiciones insulsas, pero las que daba preferencia sobre los escritos que mi hermana, planteándoles una bilis gigantesca a las monjas, se le ocurrió empezar a filmar como Juana de Asbaje.
Sabido ese seudónimo de uso por Sor Juana Inés comenzaron a revisarle todos sus libros y libretas a la niña que llamaban Elenita, porque al parecer no existe Santa Olga.
Eso fue bastante para que la Sor Juanita armara otro escándalo porque “Elenita era su mamá y nadie más tenía derecho a llamarse así. Quería mucho a nuestra madre que, por cierto, siempre esperaba nuevas sorpresas de su impredecible hija.
Por entonces había inspectores escolares a cargo de un determinado número de centros de enseñanza primaria revisando particularmente las enseñanzas que debían ser laicas y científicas.
Y llegó el terrible día en que el inspector escolar presidió una reunión de padres de familia para presenciar un examen a sus pequeñuelas, las cuales eran previamente designadas por las monjas.
Lo más refinado de la sociedad en primera fila y sus niñitas en el grupo de las alumnas en la misma ubicación. Mi hermana, pese a su brillantez, nunca logró colarse al cuadro de honor porque no podían premiar a Juana de Asbaje ni a una adoradora de una monja que no fue Santa.
Apenas iniciado el examen, la niña Olga Elena, ante el terror de su madre, alzó la mano y pidió la palabra. La superiora que dirigía la reunión le pidió a “Elenita” que se sentara, que esperara a ver si la llamaban a hablar.
La escuincla, en la voz más alta que pudo, corrigió y dijo que su nombre se llamaba Olga pero en la escuela se negaban a llamarla Olga. Al inspector, un anciano de muy reducida estatura y rostro muy duro se le llenó la cara de sonrisas y preguntaba porque no era Olga y porque no querían que hablara, a la vez que le pedía a una monja que se dirigiera al lugar en el que estaba mi hermana con voz dura, pidiéndole que guardara compostura y permitiera a la niña hablar.
Pues ante el terror de mi madre y las risas contenidas de mi padre, la niña dijo que lo que habían hablado ahí eran mentiras porque no era lo que les enseñaban. Que había leído unas cartas de Juárez a sus hijas, para decirles que moriría pobre.
En el programa de lecciones de la escuela se afirmaba que Juárez se había enriquecido despojando a los creyentes de propiedades y riquezas de diversos valores y que para hacerlo lanzaba a los soldados a que invadieran monasterios para violar a las esposas de dios.
Al señor inspector se le erizaron los bigotes, los pelos de la nuca y hasta el copete y preguntó si cuando les dijeron que los soldados iban a violar a las esposas de dios es explicaban qué era una violación, una violación y cómo se cometía.
Olga simplemente respondió que sí y sin esperar más el inspector dio por disuelta la reunión y pidió una junta en ese momento con la superiora de la orden y sus más cercanas allegadas, para que le explicaran cómo se le describe a una niña de 8 años, de 10 máximo, una violación, como se comete y qué instrumentos se usan.
Mi pobre madre no sabía para dónde voltear porque todas las señoras presentes le rehuían la mirada, por su parte mi padre Alfonso muy contento por poder librarse de tal escuela pidió auxilio al inspector y nos inscribieron a los tres en la escuela federal tipo, supuestamente la más importante y capacitada de la entidad.
Mi hermana, feliz, llegó a San Nicolás, de ahí brinco a la UNAM, se recibió y profesionalmente se realizó con plenitud, pero no perdió sus ánimos rebeldes.
Un detalle mínimo pero divertido, en Manzanillo, donde tenía su laboratorio, un día llegó con el tendero al que le compraba su provisión alimenticia. Sin preámbulo colocó una enorme bolsa de papel sobre el mostrador, le pidió confirmación al tendero si lo que le daba tenía tal importe y ante la admisión del comerciante empujó la bolsa hacia el dependiente y le pidió, cuente.
El dueño de la tienda se indignó, dice usted, y le dijo que si pretendía pagarle con chicles, que él no estaba para eso sino para recibir dinero. Con paciencia y ante la expectación de otros clientes mi hermana le explicó que durante un número de meses había comprado y admitió como cambió los pequeños chiclecitos que le daba en lugar de centavos.
Luego le explicó que el tendero era quien le había dado valor de cambio a los dulces por lo tanto tenía obligación de recibirlos, ahí le dejaba la volada y se llevaba la mercancía.
Ese fue uno de los muchos incidentes divertidos en los que se vio mezclada por su insistencia en respetar fondos, formas y personas. Así era mi hermana Olga Elena Ferreyra Carrasco.
En la foto Olga, Magdalena y yo.