Por: ARMANDO RÍOS RUIZ
En el momento menos indicado, nuestra Presidente tuvo la ocurrencia de viajar a Sinaloa, de manera imprevista, para inaugurar una nueva área de quemados en el hospital psiquiátrico, el mismo día en que el Chapito Ovidio Guzmán López compareció en una corte de Chicago, Illinois, en donde se declaró culpable de cuatro cargos en su contra. ¿Era tan importante?
Lo anterior, cuando se trata de un estado que está en la mira, no sólo de los mexicanos, sino de gran parte del mundo, que sabe y juzga lo que aquí pasa y que ha puesto al país en el ojo de la crítica más enconada, por haberse exhibido desde el sexenio pasado como un estado narco, en donde el crimen se ha apoderado de más de la mitad del territorio nacional.
Sinaloa es un estado en donde sus moradores desean vivir tranquilos, como todos los seres humanos. Sin sobresaltos y dedicados a producir, como lo han hecho toda su historia, por poseer grandes extensiones de tierra fértil que lo convirtieron en el granero de México. Pero el crimen lo tiene hoy en estado de sitio, sin permitirles acudir siquiera a las actividades más elementales.
Las frecuentes visitas del ex Presidente tabasqueño, por demás cínicas, porque no le importó ser grabado en celulares y exhibido, despertó inmediatamente la suspicacia de los mexicanos, quienes de inmediato percibieron sospechas de sus ligas con los criminales. La periodista investigadora Anabel Hernández acabó por confirmarlo.
Desde Oaxaca, su orden confesa de dejar en libertad al Chapito Ovidio Guzmán, ya detenido el día del llamado “Culiacanazo, acabó por corroborar el hecho. No tuvo mejor idea que declarar que fue porque la población estaba en peligro. La suspicacia colectiva no pudo dejar de percibir que algo había entre Presidente y cártel de Sinaloa, desde hacía tiempo.
Las sospechas se despejaron poco a poco por los dichos tanto de Anabel Hernández, como de muchos otros investigadores, que acabaron por aportar demasiados datos al respecto, que no sólo se circunscribieron a su persona, sino que además abarcaron a sus propios hijos y a todos los políticos cercanos, señalados de ligas que ahora ofrecen una gran certeza.
El gobernador Rocha Moya, señalado en demasía por sus vínculos con los narcos, goza del cobijo del gobierno, que ha insistido en levantarle la mano y que inclusive ha merecido reconocimientos del Congreso morenista, con gritos de “no estás solo”, en un gesto orquestado desde el más alto poder, para agradecerle su ayuda en tiempos electorales y con dinero sucio.
Como candidata, la hoy Presidente acudió con el ex Mandatario a darle públicamente su apoyo incondicional. Y así, se queja de que Trump no le informa por qué se llevaron al Mayo Zambada sin avisar, cuando es obvio que por desconfianza. Entre otras, esta actitud valió para que el abogado del Chapito, Jeffrey Litchtman acusara a nuestra Presidente de ser el “brazo de relaciones públicas de un grupo armado del crimen organizado”.
La Mandataria se quejó de falta de respeto, llamar terroristas a nuestros narcos y afirmó que “no establecemos relaciones de complicidad con nadie”. El abogado Litchman dijo que el considerar incluir a México en las negociaciones y decisiones legales en casos de grandes narcotraficantes es “absurdo y peor.”
Pero ¿a qué fue a Sinaloa el mismo día del juicio del Chapito? Inaugurar una nueva sala de un hospital no ha requerido jamás la presencia del Presidente de México. Ni siquiera la del gobernador. De esto se hubiera encargado, simplemente, el director del nosocomio. Y luego no quieren que el pueblo bueno y sabio, el verdadero o el que si piensa, haga sus propias conjeturas.
Pero es el mismo pueblo bueno, el real, el que percibe un miedo enorme de muchos políticos, por lo que ocurre en Estados Unidos. Por lo que haya dicho ya el Chapito, a quien aún le quedan seis largos meses de declaraciones.
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