Magno Garcimarrero
Miguelín abrió los ojos, azules, cuando cantó el gallo a la distancia, el alba apenas apuntaba, se levantó sin hacer ruido y se vistió, fuera de la casa se puso los botines y corrió hacia el corral.
Con la misma reata con la que estaba atado el alazán improvisó un bozal y se lo acomodó al caballo, lo jaló hasta una horqueta y lo sujetó. Estirándose un poco para alcanzar el lomo del animal le acomodó la sudadera, la carona y finalmente balanceó la silla y la lanzó con una destreza que la hizo caer justo donde deseaba ponerla; ajustó los pretales, acortó los estribos y montó con un vuelo ágil.
Abrió la falsa del corral sin apearse y le dio al alazán un galope ligero hacia donde el sol asomaba apenas. Su silueta se recortó contra el horizonte dorado.
No había querido decirle a su padre que se había comprometido a correr un caballo en las fiestas patronales de la Virgen de Guadalupe en Cuitzeo de los Naranjos; se sentía muy obligado porque era casi hijo de esa parroquia, ahí lo habían bautizado doce años antes, además la carrera era para reunir fondos para la iglesia; pero el mayor compromiso que sentía era porque se lo había pedido su mejor amigo, un niño tarasco de su misma edad con quien sólo hablaba en ese idioma porque no sabía el castellano, Miguelín sin embargo dominaba muy bien tarasco y otomí.
Cuando llegó ya habían comenzado las carreras, iban en la preparación de la tercera y en la cuarta participaría él montando un negro carete, longano, de siete cuartas y pandeadito, propiedad del cura de Cuitzeo.
Miguelín tenía fama de ser jinete extraordinario. Su preparación para correr consistió solamente en amarrarse un pañuelo en la cabeza y remangarse los pantalones. Por conducto del propio dueño del caballo casó una pequeña apuesta con dinero de él y de su amiguito tarasco.
¿Dónde está Miguel? Preguntó su padre a José Joaquín su empleado en las labores del campo.
– No sé, cuando desperté y fui a buscarlo ya no estaba en su cama.- contestó este a don Cristóbal.
Los dos salieron al corral y repararon en que no estaba el caballo alazán ni la silla que don Cristóbal había comprado en Tejupilco.
“Cuando dejará de ser rebelde y desobediente este muchacho condenado” … “Estate pendiente, en cuanto regrese me vas a avisar o me mandas a alguien sin que se dé cuenta… esta vez sí no se escapa de una buena cueriza”.
Miguel aflojó la rienda, le hundió los talones en los ijares e hizo zumbar la vara, el carete no se la dejó llegar, frunció la grupa y se lanzó al carril de doscientas varas castellanas.
Pareció que corrió solo, ni en el partidero ni en la llegada contaron el otro jinete y caballo, tomó la ventaja desde el instante mismo del disparo, casi dos cuerpos le sacó al contrario.
Saltó del caballo antes de que éste se detuviera totalmente, no se paseó de regreso para recibir los aplausos como solían hacerlo los ganadores en estos casos; le dio las riendas al dueño del animal que estaba rebosante de felicidad en la meta, y corrió hasta donde estaba su pequeño amigo, lo abrazó diciéndole en idioma tarasco “ganamos, ganamos”.
Cuando recibió su parte del dinero de la apuesta la dividió en tres, dos de ellas se las dio a su amiguito quien, de primera intención se negó a aceptarlas, pero Miguel lo convenció con unas cuantas frases.
Con la tercera parte del dinero se fue alegremente a la mesa de carcamán y lo jugó todo en la primera apuesta. La suerte estaba de su lado, le dio el golpe seco y se retiró.
Con grandes risas abrazó a su amigo y caminaron hasta donde había puestos de venta de todos los productos de la región. Compró una hermosa guitarra de Paracho, la más fina y sonora, la más costosa que había en el puesto, la afinó ahí mismo y se puso a tocarla, cantando algún aire lugareño. Volvió a la mesa de carcamán apostó todo y lo perdió sin que le importara mayormente.
Le esperaban casi dos horas de galope para regresar a su casa, sabía además que el recibimiento que le daría su padre no iba a ser muy grato, sin embargo, apuró el paso, no quería andar a oscuras el camino.
Al contrario de su partida, al llegar trató de hacer el mayor ruido posible, sabía que el silencio en la partida es tan bueno como el estrépito en el regreso a casa.
Antes de que don Cristóbal abriera la boca Miguel le dijo: “Mire lo que le traje” y le puso enfrente la hermosa guitarra de Paracho.
Pareció que de momento el padre se tragó el enojo… “¿Me vas a enseñar a tocarla?” – Le preguntó con sorna. “Mejor que eso padre, cuando esté enojado yo tocaré y cantaré hasta que vuelva a usted la alegría”.
Dicho esto, comenzó a cantar acompañándose diestramente con la guitarra.
Don Cristóbal Hidalgo se dio por vencido y lo abrazó cariñosamente.
M. G.