CUENTO
Lentamente se acercó al féretro. Poco le importó reparar en el material o detalles de éste. ¡Solamente era una caja más! Y adentro iba el cuerpo de la persona a quien él más había odiado. Así que no había venido para llorarle, o para decirle: “¡¿por qué tuviste que morirte?!”, sino que todo lo contrario.
Le daba mucho gusto verlo así, ¡muerto! Nunca más volvería a escucharlo hablar de su grandiosa vida; ¡maldito egocentrista! Él lo había odiado precisamente por esto. Toda la vida se lo había pasado presumiendo de sus cosas. Y solamente él parecía haberse dado cuenta de que para él todos las demás personas a quienes siempre les hablaba eran unos seres inferiores. Porque nunca viajarían, nunca saldrían de sus puebluchos, en cambio él; ¡hasta Chicago había ido más de dos veces!
Esto y otras cosas más eran de las que él siempre conversaba y presumía. Cuando hablaba con otros, siempre hablaba de él, de él, y nada más que de él. Así que ahora por fin ya estaba muerto. Nunca más volvería a hacerlo: hablar y hablar hasta marear. Su ego finalmente había cedido ante el tiempo. El muy maldito, ¡por fin había cerrado la boca, y de qué manera!
Ahora él estaba frente a su rostro, frente a ese cuerpo que tan presumido había sido. ¡Y lo odiaba!
¡Nunca iba a poder olvidarlo! Por lo tanto, lo menos que podía permitirse era venir para verlo así, acostado dentro de aquel recipiente, listo para ser ido a tirar…
“Hola engreído”, lo saludó entonces, de manera mental, mientras miraba con detenimiento aquella boca que tantas presunciones había emitido a lo largo de muchísimos años. “Espero que de ahora en adelante les puedas presumir a otros inferiores a ti en el infierno. Porque estoy seguro que allí es a donde ya vas”. “Púdrete, ¡maldito! ¡Y que sea muy rápido!” “Ahora viajarás a una ciudad mucho mejor y más grande que Chicago o Nueva York… Y estoy seguro de que allí encontrarás a muchos a quienes presumirles tus travesías…” Él detuvo sus pensamientos.
Entonces volteó a ver hacia atrás. No había nadie más. Todos se habían ido a sus casas para descansar.
Luego regresarían para llevarlo finalmente a su última morada. Así que él había aprovechado la ocasión para venir a despedirlo. “Adiós, maldito presumido”, volvió a decirle, esta vez en voz apenas audible. Luego ya no abrió más la boca. Porque necesitaba reunir una cantidad suficiente del líquido. Y mientras hacía lo debía, no hizo más que evocar escenas pasadas de su vida…
Transcurridos unos segundos, cuando estuvo listo, se hizo para atrás un poquito y luego descargó todo el escupitajo sobre su cara muerta. Otra vez rió, al ver como su saliva resbalaba hasta caer junto a un lado de su ropa. Lo había escupido con toda la ira acumulada desde aquella noche en que lo había escuchado burlarse de él y de su condición de hombre pobre. “Pobre diablo ese. ¡Jamás conocerá los lugares que yo…”
Es por eso que él había esperado pacientemente por este instante. Así que ahora, al hacer lo que ya había hecho, enseguida se sintió más liviano. Porque sabía que ya se había desquitado. Finalmente ese presumido ya nunca más lo volvería hacer. Nunca más volvería a burlarse de él, porque finalmente la muerte le había cerrado su boca, su maldita boca.
FIN.
ANTHONY SMART
Mayo/12/2018