Rúbrica
Por Aurelio Contreras Moreno
Desde siempre, una condición “sine qua non” para la operación del crimen organizado en México ha sido su colusión con el poder público, con las autoridades que les permiten llevar a cabo sus actividades ilícitas en los territorios que controlan.
Durante décadas, se trató de una relación controlada por los diferentes niveles de gobierno, que a cambio de “hacerse de la vista gorda” recibían cuantiosos sobornos de parte de los criminales, que consideraban esos “gastos” como parte de la “inversión” de su “negocio”, que aún con eso representaba ganancias estratosféricas.
En un principio, la política era un terreno al que capos y cárteles solo tenían interés en acercarse para hacer ese tipo de “relaciones públicas”. Pero conforme fue creciendo su poder económico y de fuego, la balanza se fue cargando de su lado y pasaron de negociar y aceptar las condiciones del poder político, a imponerlas, rebasando y hasta anulando al Estado en cada vez más amplias regiones del territorio nacional, en las que la única ley es la de las bandas de delincuentes.
Fue entonces que se interesaron especialmente en ejercer una mayor influencia en el nivel de gobierno con el que tratan directamente: el municipal, donde comenzaron a colocar a sus personeros al frente de las corporaciones de policía para garantizar el tráfico de droga, la trata de personas, el secuestro y demás actividades delincuenciales con que nutren su “negocio”.
El debilitamiento de los tres niveles de gobierno frente a los grupos criminales ha crecido a tal grado, que éstos ya retan al Estado hasta sus más altos niveles sin empacho ni temor, disputándole incluso tareas de atención a la población con el fin de contar con un trágico –por todo lo que eso implica- respaldo social, mientras se ahonda el resquebrajamiento del orden social en el espacio público común.
Regresando al punto inicial, la era de los sanguinarios y violentos cárteles del narcotráfico no habría sido posible sin la complicidad de las altas esferas gubernamentales, especialmente desde la década de los 80, cuando el fenómeno alcanzó otro nivel de notoriedad a partir del asesinato en Guadalajara del agente de la DEA Enrique Camarena, el cual destapó la cloaca del contubernio entre narcotraficantes y funcionarios de todos los niveles gubernamentales, que desde entonces ha marcado el destino del país. Algunos de esos funcionarios siguen en activo, como Manuel Bartlett.
Empero, y aun cuando nunca estuvo en duda que existiese esa colusión, no había sido tan abierta y hasta descarada como se aprecia sin mucho esfuerzo en la actualidad, cuando ni siquiera se intentan cubrir las formas. Solo cerrando los ojos, mirando a otro lado o siendo monumentalmente cínico, dejaría de ser obvia la alianza entre el régimen de la autoproclamada “cuarta transformación” y el crimen organizado, específicamente con el cártel de Sinaloa.
La reciente visita del presidente Andrés Manuel López Obrador a Badiraguato, Sinaloa, la tierra natal del “Chapo” Guzmán, incluido el incidente del “narcorretén” que paró en la carretera al “pull” de prensa de la gira, es el último eslabón de una cadena de certezas que incluyen la liberación de Ovidio Guzmán durante el tristemente célebre “culiacanazo”, el saludo posterior del titular del Ejecutivo a la abuela del “junior” y la política de “abrazos, no balazos”, que incluye la orden a las fuerzas de seguridad –hasta las militares- de no responder a las agresiones de los criminales y que ya ha causado más de 120 mil homicidios dolosos en lo que va del sexenio.
Durante una entrevista con la periodista Carmen Aristegui este jueves, el ex secretario de Gobernación y ex gobernador priista de Sinaloa, Francisco Labastida Ochoa, cuestionó la razón por la que el presidente de México ha visitado Badiraguato -un pueblo de cinco mil habitantes enclavado en el “Triángulo Dorado”, la zona de control del cártel de Sinaloa- ya en cuatro ocasiones y refirió que esta última lo hizo “únicamente con resguardo de los narcos”, a una semana de las elecciones estatales en las que –subrayó- “a lo mejor les interesa Durango, sin duda, y van a actuar”.
Más explícito, el ex presidente de la Cámara de Diputados y todavía militante de Morena, Porfirio Muñoz Ledo, acusó directamente a López Obrador de un “contubernio” con el narcotráfico, junto con un señalamiento muy grave: “él piensa que puede heredar al siguiente gobierno su asociación con los delincuentes y que eso le otorga mayor poder, porque además de tener la autoridad, los recursos del gobierno federal, a esto se suman a los del narcotráfico”.
Y destacó lo que desde hace tiempo es un secreto a voces: “México ha terminado hace dos o tres años una transición democrática y está iniciado una reversión autoritaria (…), pero ha explotado una bomba en el jardín. Es aquí, ha aparecido, con un nuevo actor que no existía en los procesos políticos, que viene a revolucionar, (…) ha aparecido un nuevo rey de la selva que es el narco”, denunció.
La existencia de un “narcoestado” en México no es, como ya se refirió, algo que acabe de surgir. Pero sin duda sí explica muchos acontecimientos en el México de la mal llamada “cuarta transformación”.
O quizás sea más apropiado llamarle “narcotransformación”.
Caso Viridiana: no les creen
Este viernes, los representantes legales de la familia de Viridiana Moreno ofrecerán una rueda de prensa para exponer su posición ante la versión de la Fiscalía General del Estado y del gobierno de Cuitláhuac García, que dio por cerrado el caso con la presentación de un supuesto “asesino serial”.
No les creen, por supuesto.
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