CUENTO
Él siempre había sido un hombre común y corriente. Vivía en una ciudad parecida a Mérida, donde la sociedad era muy cerrada y atrasada en mentalidad. Él, como la mayoría de la gente yucateca, era bajo de estatura, a lo mucho alcanzaba a medir un metro sesenta centímetros.
El señor era casado y tenía hijos, pero aun así su vida era muy aburrida, pero él nunca se quejaba, porque su carácter se acoplaba muy bien a su manera de ser. Vivía como un pez en el agua, de la manera más natural.
Ningún cambio, ningún sobresalto; su vida era la cosa más blanda e insípida.
En el ahora él tenía sesenta años y seguía trabajando en su propio negocio, una pequeña tienda de ropa para caballero ubicada en el centro de la ciudad. Aquí acudía gente de todas las edades, desde jóvenes hasta ancianos.
Su negocio era algo muy pequeño, así que él no tenía ningún empleado. Se las arreglaba solo, aunque a veces se daba el caso de que en este lugar entraba más gente de la que podía caber, pero esto solamente sucedía durante un mes, durante diciembre.
El horario de su negocio era de nueve de la mañana a una treinta de la tarde, y de cinco de la tarde a ocho treinta de la noche. Cuando llegaba la primera hora para cerrar bajaba la cortina metálica de enfrente y se iba a descansar atrás, en un cuarto pequeño.
Su rutina era la misma ¡todos los días! Su tienda abría los trescientos sesenta y cinco días al año. Sea cual fuere el clima, él siempre estaba metido ahí en su tienda.
Un día, cuando era Navidad y cuando el centro de la ciudad estaba casi vacío, una persona joven entró a su tienda y se puso a mirar las ropas en los aparadores. La puerta de la tienda tenía una campanita colgada arriba, y cada vez que era abierta al instante empezaba a sonar de manera melodiosa.
Por lo tanto, cuando el joven hizo su entrada, el dueño, que leía su periódico en el cuartito de atrás, enseguida lo asentó y fue a darle la bienvenida al nuevo posible comprador.
El joven parecía tener unos veintiocho años, era alto y delgado. Cuando el dueño de la tienda lo vio enseguida notó su buen gusto en el vestir. Llevaba puesto un pantalón café de tweed, de fibra fina, y una sudadera negra de cuello redondo; sus zapatos también eran muy elegantes.
“Vaya ejemplar”, pensó el señor cuando miró de pies a cabeza al visitante, luego se le acercó para saludarlo.
-Muy buenos días, caballero. Si desea usted mirar alguna prenda, puedo mostrársela sin ningún compromiso.
-Gracias -respondió el joven, sin despegar su mirada de los escaparates.
El dueño de la tienda permaneció de pie junto a él. Estando así de cerca empezó a oler su perfume, y entonces pensó para sus adentros: “Pero que joven más exquisito. Hasta para las fragancias tiene un gusto muy fino”.
Después de pasados unos minutos el visitante dijo:
-¡Esa camisa es hermosa!
El dueño le respondió:
-Desde luego que lo es. Si usted quiere puedo sacarla para que se la pruebe.
-¿De verdad? -preguntó el visitante, luego enseguida añadió-: Pero es que sólo estoy mirando. La verdad es que no traigo dinero para comprar nada.
-¡No importa! Eso es lo de menos. Con mucho gusto se la muestro; sin compromiso, pierda cuidado.
El dueño sacó una llave de la bolsa de su pantalón y abrió el cristal del aparador, luego condujo al joven al pequeño probador. Cuando ambos estuvieron dentro del reducido espacio el señor ayudó al joven a quitarse la sudadera.
-Gracias -le dijo el muchacho-. Qué amable de su parte.
-Para eso estoy, para ayudar a mis clientes.
-Ah, pero yo no soy uno. ¡Recuerde que no traigo dinero para comprarle nada!
-¡No importa! Con su presencia me basta -le dijo el dueño al tiempo que lo miraba a los ojos, mientras terminaba de abrocharle los botones de la camisa.
-¿Qué quiere usted decir?
Cuando el señor escuchó esta pregunta, todo lo que hizo fue acercar su cara a la del joven. Entonces lo besó.
-¡Pero qué está usted haciendo! -exclamó el joven muy indignado, y empujó atrás al dueño.
-Yo… -El dueño de la tienda trató de articular unas palabras, pero no pudo; luego se disculpó-: Lo siento. No debí… -Estaba muy avergonzado de haber hecho lo que hizo, y sólo quería que la tierra se lo tragase en ese mismo instante tan bochornoso.
El tiempo parecía haberse detenido. Los dos parecían haberse congelado o convertido en rocas. Ninguno se movió de donde estaba; todo lo que hicieron fue seguir ahí, mirándose como esperando a que la campana de la puerta los salvase de este estupor. Pero era Navidad y esto no iba a suceder.
Después de un minuto que pareció una hora, el dueño de la tienda por fin mostró signos de vida. Se movió y se dio la vuelta para salir del probador.
Pero entonces el joven lo interceptó. Lo sujetó del brazo y lo atrajo hacia él. El señor quedó frente a él. Seguía estando avergonzado. El tiempo pareció detenerse ¡otra vez!
El dueño miraba hacia abajo. El joven colocó su mano sobre su rostro y lo levantó muy suavemente. Entonces sus miradas se encontraron. Se miraron por instantes, instantes que parecieron mucho tiempo, hasta que el joven decidió acercar su rostro al de él. Entonces lo besó y el señor le correspondió.
Luego se fueron desvistiendo, alocadamente, sin dejarse de besar y acariciar, e hicieron el amor ahí mismo.
Después, cuando hubieron terminado, estando acostados y sudados, los dos muy juntos, el joven le confesó al dueño:
-Hace tiempo que me gusta usted. Cada vez que pasaba por aquí no hacía más que fantasear con esta escena. Y mírelo ahora. ¡Jamás creí que en Navidad mi fantasía se fuese a hacer realidad!
El dueño de la tienda, al escuchar esta confesión, le sonrió a su nuevo amante, luego lo acarició y lo volvió a besar en la boca; nuevamente volvieron a hacer el amor ahí sobre el piso.
Él no se había molestado en vestirse e ir a ponerle llave a la puerta principal. Era Navidad, y por lo tanto no había mucha gente que fuese a interrumpirlos…
FIN.
ANTHONY SMART
Marzo/09/2017