CUARTA PARTE
El teléfono empezó a sonar al otro lado de la pared. Él corrió a descolgar. Y al colocar la bocina en su ojera, escuchó:
-¡Hooola!
-¿Quién habla?
-Soy yoooo… -El tono de la voz era muy afeminado-. ¿Ya no me recuerdas?
Era el día de Santos Inocentes, y, como era su costumbre, el dueño de la tienda había llegado muy puntual a su negocio. Sentado en su sillón muy viejo, pero cómodo, trataba de hacer memoria. Apenas y eran las nueve de la mañana. Hacía dos horas que él había puesto su cuerpecito dentro de aquel lugar que representaba su única guarida, aquel cuerpo esmirriado que para nada delataba su interior, todo ese torbellino de deseos sumamente reprimidos. Definitivamente el pobre hombre había aprendido, a lo largo de su vida, el arte del ocultamiento.
-No, no te recuerdo. En mi tienda entran muchas personas. ¿Podrías decirme tu nombre?
-Emm, creo que eso no puede ser posible, pero…, te daré una pista para ayudarte a recordar. -El dueño de la tienda escuchaba con impaciencia aquella voz, que parecía muy fingida.
-Okay, te escucho.
-Usted… -La voz calló. Luego de unos segundos dijo susurrando-: Usted y yo estuvimos juntos la Navidad, ¿recuerda? -Al escuchar esto, el hombrecito se tocó la entrepierna, pero no contestó nada.
-¿Hola? -preguntó la voz al otro lado del teléfono.
-Disculpa, es que estaba recordando… Eres… -La voz al otro lado no dejó al señor terminar de hablar.
-Sí, ¡ese mismo!
-Bueno, ¿y qué es lo que se te ofrece?
-Pues verá… Solamente hablaba para preguntarle si le gustaría volver a verme. ¿Qué dice? ¿Quiere?
El hombrecito, que no había dejado de pensar en lo de aquel día, no sabía que responder. Pensaba que todo era una broma. Y de repente, él empezó a escuchar las campanitas de la puerta principal.
-Podría ser, pero… soy casado
-Y eso ¡qué! -exclamó la voz femenina.
-Mira, ¡ahora no puedo atenderte! Tengo que colgar. Creo que ha llegado un posible comprador.
-Hoooola -dijo una voz, al otro lado de la pared. El hombrecito se levantó se su silla y asomó su cabeza. Le costó mucho trabajo creer lo que veía. En el centro del local se encontraba su joven aventura.
-¡No puedes estar aquí! -lo reprimió él, cuando se acercó al joven.
-Pero ¿por qué? -preguntó el otro-. ¿Es que acaso no le gusto?
-No, ¡no es eso! -respondió rápidamente el hombrecito-. Ya te lo dije. Yo… ¡soy un hombre casado! Por Dios, ¡pero si hasta podría ser tu padre…!
-¡Podrías!, ¡pero no lo eres! -respondió un tanto indignado el joven. Mejor será que me vaya -terminó por decir. Entonces caminó hasta la puerta. Y cuando estaba jalando la manija para salir, el dueño de la tienda le dijo:
-¡Espera! ¡No te vayas! -Acto seguido caminó hasta él y, al tenerlo de frente, le apretó los cachetes, suavemente. La mirada del joven estaba llena de frustración, no miraba al señor. Es por esto que aquel, colocando su mano en su mandíbula le dijo:
-Mírame. -El joven lo hizo, y el otro empezó a explicarle-: Soy casado, y, y…- El hombrecito no encontraba cómo decir lo que quería.
-¡Me voy! -volvió a decir el joven, cansado de los rodeos que el hombrecito estaba dando-. ¡No quiero que por mi culpa tengas problemas! -El hombrecito le había sujetado la mano. ¡Suéltame ya! -le pidió enfáticamente el joven. El hombrecito lo hizo. -¡No sé para qué vine!
La puerta ahora estaba medio abierta. Sólo un poquito más y el joven estaría otra vez en la calle.
¡Sólo un poquito más! Pero entonces el hombrecito, actuando muy rápido lo jaló de su camisa y, ¡lo abrazó muy fuertemente! Tenía muchas fuerzas para su tamaño.
-¡Quédate, por favor! -pidió al joven. Éste, que miraba hacia el suelo, ya no tenía la alegría de cuando había entrado a la tienda.
-¿Te he lastimado? -preguntó el señor, mientras su mano acariciaba el rostro del muchacho. El joven sólo se limitó a decir que no, moviendo su cabeza. Entonces, muy lentamente, el hombrecito le acarició el cuerpo y, luego terminó por untar sus labios contra los del joven. Minutos después los dos se encontraban en el piso, repitiendo todo aquello de lo cual habían disfrutado muchísimo. El hombrecito no podía dejar de pensar en lo afortunado que era. Mientras le hacía el amor a su joven aventura, no dejaba de recriminarse por todo lo que se había perdido durante muchos años de su vida.
Eran apenas las nueve de la mañana, y el dueño de la tienda, en un movimiento muy rápido, le había puesto el seguro a la puerta de su negocio. No quería que nadie los fuese a interrumpir… Su joven aventura estaba allí, junto a él, como si éste fuese un sueño…
CONTINUARÁ…
ANTHONY SMART
Marzo/23/2018