CUENTO
CAPÍTULO ¿CINCO?
Los años pasaron y el dueño de la tienda decidió bautizarse como “Testigo de Jehová”. Había creído que al prestar su tiempo para una religión que demandaba mucho de lo mismo, su mente alejaría lejos de sí sus malos pensamientos.
Seguía deseando en secreto a aquel joven, quien desde aquella vez jamás regresó a su tienda. Tampoco se lo volvió a encontrar, todas las veces que él había caminado por horas enteras alrededor de la plaza grande de su ciudad.
Pasaron los años y el hombrecito de la tienda se convirtió en anciano de su congregación. Ahora era él quien todos los domingos fungía como principal orador, durante los servicios a su Dios.
Su esposa y sus hijos no tenían conocimiento de su nueva religión, y el hombrecito estaba dispuesto a seguirlo manteniendo en secreto. No veía el por qué ir para decírselos. A ellos lo único que les importaba era que él siguiese siendo su proveedor, tanto como esposo y padre, respectivamente.
Todos los martes el hombrecito tenía que ir a la plaza de su ciudad para montar un stand que luego llenaba con Atalayas y demás folletos celestiales que hablaban de cosas como el pecado y demás perdiciones humanas. “El infierno te espera si no te portas bien”, decía uno de tantos folletos. “¿Le importamos a Jehová?” “Qué hacer cuando el mal te tienta”, etcétera, etcétera.
El dueño de la tienda siguió su vida de manera normal, a pesar de que sus horarios los había modificado por completo. Ahora, por ejemplo, en vez de abrir su tienda a las siete, lo hacía a las nueve. Aquellas dos horas las empleaba en preparar su material y temas para la reunión más próxima.
El hombrecito, sin notarlo, había cambiado en su forma de ser. Ahora era un poco más sociable. Ya no les rehuía a las personas como antes. Sus malos hábitos parecían estar ya más muertos que vivos. Él se alegraba mucho cuando se veía así mismo rumbo a la pureza.
Hasta que un día todo esto se fue al traste. Toda la culpa lo había tenido un acontecimiento que se antojaba muy inverosímil. Al hombrecito le había tomado mucho tiempo dar por cierto lo que sus ojos veían.
No podía creerlo, pero era verdad. Su joven aventura también era un Testigo de Jehová.
-Qué… ¿Qué haces aquí? –le preguntó al joven, cuando éste estuvo cerca de él.
-Verá –contestó el joven-. La congregación me ha mandado para apoyarlo hoy en la tarea de la anunciación de las buenas nuevas.
-¿Cómo es eso? –El hombrecito había puesto cara de extrañeza-. Pero… ¡Pero si durante todo el tiempo que llevo siendo Testigo ¡nunca antes te había visto!
-Ah –exclamó el joven-. ¡Eso es muy simple de explicar! Verá. En toda la ciudad somos como tres o cuatro sucursales, así que puede ser que sea por esto que usted no lo sabía, pero sí, ¡también soy testigo! ¿Es que acaso nunca ha visitado los demás Salones del Reino? –El hombrecito negó con la cabeza.
Después, al ver que él no decía nada, el joven añadió:
-No sé usted, pero a mí me da mucho gusto volverlo a ver. –Y extendió su mano para esperar que el otro también hiciera lo mismo.
Después de saludarlo, el hombrecito empezó a armar aquel pequeño artefacto de alambres muy delgados. Su nuevo ayudante hizo lo demás. Luego, cuando todas las revistas ya estaban bien acomodadas, los dos permanecieron de pie, uno en cada lado de aquel artefacto.
Pasada ya una hora, el hombrecito empezó a sentir cansancio en sus piernas. Entonces las flexionó. Después movió los pies para luego enseguida volver a erguir su pequeño cuerpo. Su compañero en cambio, parecía no sufrir ningún tipo de cansancio. Leía una biblia. Y de cuando en cuando emitía una risita. El hombrecito se preguntaba el motivo.
Y cuando justamente se encontraba mirándolo de manera disimulada, el joven lo miró. Al verse descubierto, enseguida se ruborizó. “¿Qué tanto me mira usted? –le preguntó el muchacho, con su rostro muy serio. El hombrecito enseguida trató de desembarazarse ante tal situación. “Yo”, balbuceó. “no te estaba mirando”. “Vamos, no mienta, que es pecado”, replicó el joven. “Sí que lo hacía”. “Es… es sólo que…” “Que ¿qué?”, volvió a preguntar el joven, mirando fijamente al hombrecito. El hombrecito se había sentido completamente desafiado frente a su mirada. Así finalmente se atrevió a hablar. “No te he podido olvidar”, confesó, un tanto cohibido. De manera inconsciente había colocado su mano sobre el brazo de su joven compañero. Éste enseguida miró el dorso de aquella mano.
“¿De verdad?”, preguntó el joven, con una mueca de sorpresa en su rostro. “Sí”, contestó el hombrecito. “No he dejado de pensar en ti desde aquel día…” “Pues, si usted quiere”, respondió el joven, muy quitado de la pena, “¡sólo si usted quiere!, después que terminemos aquí podemos ir a un lugar para festejar nuestro reencuentro”. “¡Pero cómo!”, objetó el hombrecito. ¡Jehová podría castigarnos eternamente! “Ja ja ja”, se carcajeó el joven. “¡No me diga que cree en esa tontería?” “Yo…” -El hombrecito no sabía qué decir. Parecía estar un tanto perturbado ante todo lo que había escuchado. “¿Jehová?”, volvió a preguntar el joven. ¿Y quién es ése?”, añadió burlonamente.
“No cabe duda de que el Diablo sí existe”, reflexionaba el hombrecito, mientras se imaginaba estar pecando otra vez en los brazos de aquel joven que ahora se encontraba parado junto a él…
CONTINUARÁ…
Anthony Smart
Julio/10/2018