CUARTA PARTE
Después de bajar la cortina, y después de ponerle candado, el dueño de la tienda no supo qué hacer. Ir a su casa era como volver a una cueva en la que todo era vacío y sin sentido, pero tenía que regresar, porque no tenía ningún otro lugar al cual acudir.
La temperatura parecía haber bajado más, se dio cuenta de que había empezado a sentir frío de verdad. Entonces decidió apurar sus pasos. Necesitaba llegar al estacionamiento lo rápido posible. Aparte de que sentía mucho frío, no soportaba caminar solo por esas calles. Lo peor de todo es que tampoco deseaba hacerlo junto a nadie. Era un huraño, así que no le gustaba nadie. “Pero qué ironía”, pensó, cuando recordó que aquel joven le había gustado. Y no sólo esto, sino que también le había parecido interesante.
Su ruta siempre era la misma, pero no todos los días era Navidad. Esa noche, caminar hasta el estacionamiento le pareció la cosa más difícil de hacer. Y no es que estuviese conmiserándose así mismo, pero por vez primera en su vida quiso saber el porqué de su soledad. ¿Acaso aquel trauma de su infancia es lo que le había propiciado todo? No podía saberlo, y aunque lo supiese, jamás volvería a ser dueño de su propia vida.
Se sintió desdichado, y casi miserable, cuando pensó otra vez en todo lo que había tenido que hacer para ocultar su verdadera esencia. Casarse y tener hijos; no tuvo el valor de luchar por lo que él quería. Se había autodestruido, ¡y de qué manera!
-¡Maldita sea! -exclamó en voz baja, cuando se encontró a grupos reducidos de personas platicando en la plaza-. ¡Como si yo deseara hacer lo mismo!- farfulló, consciente de que aborrecía las pláticas de cualquier tipo. Después observó: “si no fuese por mi tienda, creo que hace mucho tiempo que habría perdido el contacto con los humanos”. -Al señor le dieron ganas de arrancar a correr, pero no se atrevió a hacerlo, porque supo que se habría visto muy ridículo. Un hombre chaparro y de su edad, corriendo como loco en plena Navidad, a través de calles casi desérticas, a las nueve y algo de la noche. Esa noche, por cierto, parecía ser más tarde de la hora que era. “Maldita Navidad”, profirió, mientras se acomodaba la bufanda…
Cuando por fin llegó al estacionamiento fue directamente hacia a su coche. No se detuvo en la caseta de cobro, porque no había nadie; aparte de que él era dueño de su propio cajón de estacionamiento. Lo había comprado para así no tener que vérselas a diario con la persona que cuidaba y cobraba en este lugar. ¡No soportaba hacer contacto físico -y menos visual- con nadie! Un bicho raro, un weirdo, como le dicen en inglés. Sí, esto es lo que él era, un espécimen muy raro.
-¡A la mierda con la gente! -vociferó con ímpetu, cuando recordó a las personas que se había cruzado en su camino, y se subió a su coche. Metió la llave para arrancarlo. El coche hizo un ruido, y luego se apagó. El señor volvió a intentarlo, y otra vez el coche hizo el mismo ruido para luego volver a apagarse.
-¡Es lo único que me faltaba! -dijo, encabronado, y se bajó del coche para ir a checar el motor. Después de abrir el capote, revisó que todos los cables estuviesen bien conectados. Luego entonces checó el aceite del motor
-¡Carajo! -exclamó-. ¡Ya me manché las manos! Será mejor que busque algo con qué limpiármelas, si es que no quiero destruir mis pantalones.
El señor regresó al interior del coche y enseguida se puso a buscar algo que le pudiera servir. Adentro estaba limpísimo y muy ordenado, así que su búsqueda no le costó mucho trabajo. Después de mirar debajo de los asientos, al no encontrar nada, decidió revisar en la guantera y, sintió alivio al encontrar un pedazo de papel periódico. “No creo que esto vaya a servirme mucho”, observó, “pero algo es algo”. El señor tomó el pedazo de papel y empezó a limpiarse las manos…, pero luego vio que en vez de remediar el problema lo que estaba haciendo era empeorarlo. El aceite, que antes parecía una mancha fácil de limpiar, ahora daba la impresión de ser todo lo contario. Y el dueño lo comprobó, cuando vio que no podía tocar nada sin mancharlo. “Ni modo”, pensó. “Creo que tendré que arruinar mi pañuelo”.
Muy lentamente y con mucho cuidado, abrió su maletín de mano y buscó en el interior. Pero aquí tampoco había lo que él ahora necesitaba. Al parecer era su día de suerte. Si hay algo que él odiaba era precisamente mancharse las manos, sobre todo cuando no había nada cerca para limpiárselas. Y, después de ver que había manchado un poco las aberturas de su maletín, se molestó muchísimo, y sin pensarlo nada se limpió las manos en su pantalón. Su pantalón, que era de algodón, enseguida capturó la mayor parte del aceite.
-¡Lo sabía! -sentenció el señor-. ¡Hace rato que debí de hacerlo! ¡Casi arruino la piel de mi bolsa…!
Después de librarse de la mancha, él, que había estado encorvado a la orilla de la puerta, se irguió y fue a cerrar el capote del vehículo. Resolvió que intentaría arrancarlo una vez más, y si éste no funcionaba lo dejaría ahí hasta el día siguiente. Y de sólo pensar que tenía que llamar a un mecánico, le dio pánico, porque tenía que hablarle para explicarle.
¡No soportaba a la gente!
-¡Ya está! -exclamó, cuando lo cerró fuertemente, y cruzó los dedos para que esta vez sí funcionase. -Se estaba helando de tanto estar en la intemperie.
Cuando estuvo de regreso en la cabina, volvió a meter la llave, la giró y el coche pareció dudar entre sí y no. El señor lo volvió a intentar una vez, y otra vez, hasta que a la tercera el coche por fin se dignó a encender. El dueño de la tienda dijo un “uff” de alivio. Ya se había asustado mucho al estar en ese estacionamiento más de una hora. -¡Me largo de aquí! -sentenció, y se acomodó en su asiento. Y por primera vez en todo ese día sintió una especie de triunfo personal, algo que hacía tiempo que había olvidado. Y esto nada tenía que ver con lo que le había sucedido esa tarde. -Sonrió al evocarlo, ya casi hasta se le había olvidado debido al problema de su vehículo. .
El dueño se encontraba a punto de pisar el acelerador cuando vio que su maletín estaba en el suelo. Entonces desplegó un poco su cuerpo para recogerlo. Pero como era chaparro, el esfuerzo lo agotó demasiado. Estiró su brazo lo más que pudo, y después de estirarlo más y más, por fin logró tocarlo. Lo levantó y lo colocó de nuevo en donde estaba. Todo su cuerpo jadeaba por el esfuerzo que había hecho, hasta casi y empezó a sentir calor.
-¿Qué será esto? -se preguntó, con sus dedos colocados sobre el cierre abierto de su maletín-. ¿Mi pañuelo? ¡Pero sí hace rato no lo vi!
El señor sacó la tela -que estaba hecho una bolita- y en el mismo instante de tocarlo supo que no se trataba de ningún pañuelo. -¡Pero si yo nunca guardo muestras de interior en esta bolsa! -dijo. -Estaba muy desconcertado-. ¡Cómo llegó a dar esto hasta aquí…!
Después de unos segundos, que gastó en cavilar, agarró la prenda con sus dos manos y la examinó más de cerca. Parecía nueva. No era un modelo ni una marca que él vendiese en su tienda, y tampoco lo había visto antes… ¿o sí?
-¡Un momento! -exclamó, después de haberle dado un repaso a su mente-. ¡Claro que conozco ésta trusa! ¡Es la que él llevaba puesto esta tarde!
Después de ya saber la procedencia de la prenda, el dueño trató de adivinar el por qué su joven amante había metido en su maletín su ropa interior…, ¡hasta que por fin dio con la respuesta!
-¡Pero qué bruto soy! -empezó a decirse-. ¡Claro! ¡Por supuesto! ¡Cómo pude tardar tanto en darme cuenta! ¡ES FETICHISTA DE CALZONES! -El dueño ahogó una risa de sorpresa. No podía creer lo que había encontrado. -¡Pero que tonto soy! -volvió a repetirse, y en ese mismo instante empezó a recordar que él mismo, cuando tenía unos veinticinco años, había sido fetichista de lo mismo. -¡No lo puedo creer…!
Después de palpar y palpar el material de la trusa, al señor se le ocurrió recordar sus viejos tiempos. Entonces se lo llevó a la cara. Olió y aspiró su aroma… ¡Era de su joven aventura! “Seguramente que lo dejó para que yo lo recuerde”, pensó. “Eso quiere decir que… ¿volverá?” CONTINUARÁ…
ANTHONY SMART
Agosto/14/2017