José Luis Parra
Andy López Beltrán se defiende. O lo intenta. Dice que no es igual a los corruptos, que viajó con su propio dinero, que pagó 7,500 pesos diarios —desayuno incluido, gracias por el dato— y que se hospedó en hoteles nada lujosos. Que no utilizó recursos públicos. Que lo espían. Que lo acosan. Que es víctima de un linchamiento político. Que él sí aprendió desde niño que el poder es humildad. Todo eso en una carta.
Pero en su intento por lavar su imagen termina escurriendo más arrogancia que jabón.
Porque no, Andy, no somos iguales. No eres igual a los mexicanos que sobreviven con uno, dos o tres programas sociales —esos que fundó tu papá— y que no tienen ni para ir al Ajusco, mucho menos a Tokio. No somos iguales los que pagamos con Visa a meses sin intereses un boleto a Acapulco y tú, que haces escala en Seattle para luego brincar hasta el otro lado del mundo con la ligereza de quien va a la esquina por pan.
El problema no es ir a Japón. Es hacerlo mientras te asumes como heredero del movimiento fundado por tu padre, que se dice de los pobres, de los de a pie. El problema es pedirle al pueblo vivir en la “justa medianía” mientras tú haces turismo de lujo con lógica de junior. Y luego pretender que la silla vacía que te dejaron en el Consejo Nacional de Morena fue parte de una conspiración en tu contra, cuando fuiste tú quien avisó que andaría de vacaciones.
Lo que en realidad exhibe el episodio es otra cosa: la fractura, ya irreparable, entre Andy y la presidenta de Morena, Luisa María Alcalde. Una guerra fría que ya llegó a la fase caliente. Porque la presidenta del partido —esa que dice representar los principios de la 4T— convocó al Consejo sabiendo que el secretario de Organización no estaría. Porque, nos dicen, fue ella quien aprobó el viajecito. Y también, quizá, quien filtró los detalles. La silla vacía no fue casualidad: fue escarmiento.
Pero Andy no está solo. Hereda algo más que el apellido. Hereda estructuras, hereda operadores, hereda el derecho tácito a opinar sobre candidaturas. Y eso es lo que realmente está en juego. La disputa no es por un vuelo a Japón. Es por el control del partido rumbo a 2027, cuando se renovarán 17 gubernaturas. La pelea es por el poder real. Luisa quiere quedarse con él. Andy cree que ya es suyo.
Y en medio, Claudia Sheinbaum, quien no puede permitirse un partido en llamas. De hecho, se dice que fue ella quien le pidió a Andy que ofreciera explicaciones. Que lo presionó para que saliera a dar la cara. Lo hizo, sí, pero sin bajarse del pedestal.
Por lo pronto, el heredero sigue desaparecido de la sede de Morena. Ofendido, herido, tal vez despeinado por los vientos de traición que soplan en su contra. Aún cree que puede recomponer la narrativa. Que con una carta firmada por él mismo basta para restablecer la autoridad moral que nunca tuvo.
Lo que no entiende Andy es que esto ya no es cuestión de narrativa, sino de realidad. Una realidad en la que ya no alcanza con llamarse López Beltrán ni con decir “no somos iguales”. Porque no, no lo son. Y esa es, precisamente, la bronca.