José Luis Parra
Si la admiración fuera inmunidad penal, medio Culiacán estaría en la lista de testigos protegidos.
Julio César Chávez, el César del boxeo mexicano, acaba de noquear al sentido común con una declaración que se anota en la categoría de “lo dijo en serio, pero parece comedia negra”. En entrevista con Adela Micha, el excampeón se soltó el moño y dijo, con esa voz de quien lo ha visto todo y ya no se inmuta ante nada, que conoció a todos los capos grandes del narco mexicano… y que todos, absolutamente todos, fueron “finísimas personas”.
Sí, dijo “finísimas personas”.
No sólo se refirió a Joaquín “El Chapo” Guzmán como un caballero. También metió al salón de la fama de la cortesía a Ismael “El Mayo” Zambada, a sus hijos, a Amado Carrillo y al elenco completo de la narconovela nacional. ¿El argumento? Que lo trataron bien, lo respetaron y nunca le ofrecieron dinero. Que lo querían por ser campeón.
Pues faltaba más. Porque si algo caracteriza a los líderes del crimen organizado es su exquisito trato social con figuras públicas: reciben con Suburbans blindadas, ofrecen comida fina y te mandan llamar con cariño, no con amenazas. “Ven a verme, cabrón”, le decía El Mayo. Y Chávez, entre chascarrillo y nervio, cuenta que lo mandaba a la chingada… con todo respeto.
Pero qué bonita es la amistad en tiempos de guerra.
Chávez, sin proponérselo, le dio a México una cátedra de cómo se normaliza el horror. Y lo hizo con una sonrisa, como quien cuenta anécdotas de parranda. Porque eso fueron: fiestas, celebraciones tras sus peleas, reuniones privadas donde coincidían los capos más buscados por la DEA. Según él, porque todos eran fans del boxeo. Como si ver una pelea en Las Vegas te lavara el alma.
Y a todo esto, uno se pregunta: ¿y el contexto? ¿Y la responsabilidad? ¿Y la sangre?
Porque mientras el ídolo recuerda con nostalgia los saludos y los abrazos de narcos con sentencias milenarias, en Sonora, en Jalisco, en Guerrero, los muertos siguen acumulándose. La violencia sigue siendo el pan de cada día, y los cárteles —los mismos que lo trataron tan bien a él— siguen desplazando familias, desapareciendo jóvenes y corrompiendo hasta al último agente de tránsito.
Pero claro, con Chávez se portaron bien.
Es la clásica moral a la carta. Si conmigo fueron buenos, ¿quién soy yo para juzgar lo que hacen con los demás? Si me trataron como rey, lo que hagan en sus ratos libres no me incumbe. Así se construye el mito de la “buena persona”, aunque el prontuario diga otra cosa.
Quizá lo que más revela esta entrevista no es la cercanía de Chávez con los capos, ni siquiera su ingenuidad (si la hay). Lo más perturbador es lo mucho que normalizamos esa convivencia. “Pues así es en Culiacán”, dice. Como si vivir en medio del narco fuera una rareza cultural, como los carnavales de Mazatlán o los tacos gobernador.
Tal vez sea tiempo de reconocer que el narcotráfico no sólo infiltró estructuras políticas y económicas: también se volvió parte de nuestra vida social, de nuestros ídolos, de nuestras anécdotas. Y lo más grave: de nuestra tolerancia.
Porque si los criminales son finísimas personas mientras no nos maten, estamos condenados a vivir bajo la ley del más cordial.





