Luis Farías Mackey
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Hitler llegó democráticamente al poder en 1933. En marzo de 1936 un Informe sobre Alemania advertía: “No parece que haya penetrado en la conciencia de nadie que esta nueva hazaña de Hitler es otro hito en el camino hacia el infierno”.
La hazaña era la invasión de Renania en abierto desafió a las democracias occidentales y a los precarios equilibrios de los Tratado de Versalles y Locarno, tras la Primera Guerra Mundial.
Hitler decía entonces que se podía “dar por terminada la lucha por la igualdad de derechos en Alemania (…) nuestra posición ha mejorado en todos los ámbitos de nuestra vida nacional, política y económica (…) En estos tres años, Alemania ha recuperado el honor, ha encontrado de nuevo la fe” y fiel a su concepto de verdad, proclamaba: “no tenemos ninguna reclamación territorial que hacer en Europa”. Era 7 de marzo de 1936, el 29 hubo elecciones y las ganó Hitler con el 98.9% de los votos y el partido único de Estado. Fue el punto de quiebre de la democracia a la dictadura.
La propaganda de Goebbels había funcionado por sobre los bajos salarios de los obreros y sus precarias condiciones de trabajo, a pesar de la “economía coercitiva” del Estamento Nacional de Alimentación sobre el campesinado, de las dificultades económicas de los pequeños comerciantes y los apuros de todo consumidor. La prepotencia y corrupción eran cada vez más impúdicas, pero las oposiciones no lograban salir de su pasmo, en los hechos estaban desbaratadas.
La propaganda era omnipresente y temeraria, la Gestapo aplastaba implacable cualquier agitación y los campos de concentración se alimentaban —todavía entonces— no con judíos, sino con las clases medias y las inteligencias libres alemanas.
Hitler contaba con las Fuerzas Armadas, la burocracia, el Partido y las élites parásitas del poder. Éstas últimas, en 33 habían creído poderlo controlar, para el 36 ya sabían quién traía al cuello la cadena.
El Führer alimentaba cotidianamente la adulación de las masas; éstas, engañadas, le profesaban idolatría.
Pero Hitler no buscaba ser querido por el querer, sino por el poder.
Los alemanes votaron en 36 sin saber que ahondaban su camino al infierno. Olvidaron las palabras de Karl Marx: “Ni a una nación ni a una mujer se le perdona una hora de descuido, durante la cual el primer aventurero que llegue puede encandilarlas y poseerlas”.
Al cuarto día de ser canciller, en 1933, Hitler le dijo al Ejército que jamás sería utilizado para reprimir el descontento interior y consagraría sus próximos años “a cumplir con su objetivo principal: prepararse para la defensa de la patria en caso de agresión”. Además, que sería “el único poseedor de armas, y su estructura permanecería inalterada”. En su mente sin embargo maquinaba el descabezamiento del Ejército, la desaparición de su aliada la SA, la creación de la SS, de la Gestapo y el armado de sus Camisas Pardas.
Acto seguido, “para la protección del pueblo alemán” decretó regulaciones para reuniones políticas y restricciones a la prensa. Luego vino la destitución —de emergencia— del gobierno de Prusia. Tomado el gobierno por su leal Goering, lo primero que hizo fue purgar draconianamente la policía prusiana: “Es deber de la policía —sostuvo— alentar toda forma de propaganda nacional”, entiéndase de Hitler, y actuar con toda contundencia contra “organizaciones hostiles al estado”.
El siguiente paso fue la quema del Reichstag para culpar de ello a los “rojos”. Cuando el fuego aún no cesaba un diputado ya había sido apresado y tres más eran buscados cual fugitivos. Dentro del edificio encontraron al verdadero pirómano, quien confesó delante del propio Hitler, pero para éste ya todo estaba resuelto: aquello era el inicio del movimiento comunista y, proclamo: “Derribaremos a todo aquel que se interponga en nuestro camino (…) Hay que fusilar a todo dirigente comunista. Hay que ahorcar a todos los diputados comunistas esta misma noche”. De allí se dirigió al diario Völkischer Beobachter para asegurar, con Goebbels, que su edición matutina acusará a los rojos de conspirar contra su gobierno y propiciar un “pánico general”.
En defensa de Alemania decretó la suspensión de garantías civiles estipuladas por la Constitución: libertad de expresión y prensa, inviolabilidad de domicilio, correspondencia y conversaciones telefónicas; libertad de reunión y asociación, y respeto a la propiedad privada. El decreto autorizaba al ministro del Interior a asumir el control de cualquier gobierno estatal “incapaz de mantener el orden”.
Nadie fuera de Alemania dudaba que habían sido los nazis quienes prendieron fuego al edificio. Pero Hitler se cuidó de no declarar aún ilegal al partido comunista por la cercanía de elecciones locales, aunque lo convirtió en el villano favorito de las mismas que, por supuesto, ganó.
Vino entonces la iniciativa de ley que para “aliviar las penurias del pueblo” que le confería a él autoridad ilimitada, aunque temporal, en todo el país. Iniciativa que presentó al Reichstag como una “oportunidad de cooperación amistosa (…) Les toca a ustedes, caballeros del Reichstag, decidir entre la guerra y la paz”, obvio, con o contra de él.
Y ya en la discusión dijo: “No necesito de vuestros votos. Alemania será libre, pero no gracias a vosotros. No nos confundáis con la burguesía. La estrella de Alemania está en ascenso, la vuestra está próxima a desaparecer. Para vosotros ya ha sonado el toque de difuntos”. Tras ello murió la democracia parlamentaria en Alemania.
Las persecuciones se institucionalizaron. Las cuentas bancarias de Albert Eistein fueron embargadas porque en su casa hallaron un cuchillo para pan, arma categóricamente letal. Tras lo anecdótico del caso, la violencia contra judíos y marxistas era ya generalizada, las Camisas Pardas asolaban comercios, viviendas y calles. La higiene racial había dado inicio. La Noche de los Cristales Rotos llegaría en 1938.
De un día para otro se suprimieron los sindicatos; les siguieron los partidos; Hitler defendió así la medida: “debemos acabar ahora con los últimos restos de la democracia”. De allí decretó, por acuerdo de gabinete, que Alemania era un Estado de partido único.
“Para obtener poder político —dijo— debemos conquistarlo rápidamente con un solo golpe; en la esfera económica, nuestra acción debe estar determinada por otros principios de desarrollo. En esto el avance debe realizarse paso a paso, sin ninguna ruptura radical de las condiciones existentes que puedan poner en peligro nuestra supervivencia”.
Pero el golpe no solo sería en la esfera económica, Hitler disolvió a la SA, encarcelo a miles y fusiló masivamente a innúmeros de sus miembros. Röhm, jefe de la SA, a quien Hitler le había jurado lealtad al sumarlo a su causa, dijo en su celda antes de ser llevado al paredón: “Todas las revoluciones devoran a sus hijos”. Ahora serían los jóvenes Camisas Pardas, la SS y la Gestapo las fuerzas del terror político y social de Hitler.
El golpe sería también para con los “otros”, esos “extraños” o “no aptos” a quienes se esterilizó en número de 400 mil en una década y suprimió por la vía de la eutanasia (a manos de terceros) en alrededor de 200 mil personas durante la guerra. En 33 se publica la Ley para la Prevención de Progenie con Enfermedades Hereditarias, a través de ella, la esterilización podía ser obligatoria por supuestas enfermedades y hasta por alcoholismo. Vendría luego la eugenesia y la pureza racial, finalmente la industrialización del exterminio humano.
Para los casos epidemiológicos, y no como la presente pandemia, sino por infecciones masivamente esparcidas, aunque no mortales, Himmler —Jefe de la SS— contaba con una Policía Epidemiológica Preventiva que perseguía a los enfermos como delincuentes.
En toda esta larga y tan paradójicamente cercana historia —hasta en lo cursi del nombres de leyes y programas—, resalta hoy la quema de libros en Alemania por parte del régimen nazista. La quema dio inicio el 10 de mayo de 1933 a cargo de estudiantes, profesores y miembros del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán con la finalidad de quemar públicamente aquellos libros considerados “peligrosos”.
Fue la Federación Nazi de Estudiantes la encargada de organizar la quema a lo largo y ancho de Alemania, en Berlín ardieron en la Plaza de la Ópera y dentro de 21 universidades se festejó similar ritual en favor de la “Acción contra el espíritu antialemán”, “movimiento” iniciado en marzo del 33, inmediatamente después del ascenso de Hitler al poder. Con ello dio inicio la persecución sistemática a judíos, marxistas y pacifistas.
Es decir, lo primero que Hitler atacó antes de buscar exterminar a sus “adversarios”, fue a los autores de textos. Es decir, de pensamiento.
El pensamiento, la deliberación y el cuestionamiento; el método empírico y el ejercicio de las ideas aterra al mal gobernante porque teme lo descubran en sus limitaciones y exhiban en sus absurdos.
Hoy en México se persigue por crimen organizado a más de treinta científicos y se estigmatiza a toda profesión, desde los arquitectos a los doctores, pasando por abogados, en especial a los jueces, publicistas, economistas y un largo etcétera. Desde el pináculo del poder se ataca a las universidades —mencionando por delante y por su nombre a la emérita Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)— por haberse vuelto “individualista, defensora de estos proyecto neoliberales; perdió su esencia de formación de cuadros de profesionales para servir al pueblo, ya no hay los economistas de antes, los sociólogos, los politólogos, los abogados; ya no hay derecho constitucional, el derecho agrario es historia, ¡el derecho laboral!; todo es mercantil, civil, penal, todo es esto (ademán de pesos); entonces, sí, fue un proceso de decadencia. Afortunadamente se tiene esta oportunidad de sentar las bases para la transformación”.
Quiera Dios que la transformación no sea hecha desde piras, campos de concentración y paredones. Como aquellos donde murieron científicos, abogados, literatos, libres pensadores, escritores, mujeres y hombres en la Alemania nazi.
Nunca, ni en el 68 había estado la UNAM en tanto riesgo. Pero no solo es ella, es toda Universidad en tanto institución del pensamiento libre y universal en todas sus expresiones.
Hoy se ataca abiertamente sus planes de estudio por una supuesta orientación ideológica neoliberal, mercantilista, ajena a las causas sociales. Se le acusa de decadente y se le da la oportunidad de la “transformación” como mana salvífico. Mañana le van a dictar sus planes de estudio, libros prohibidos y autores por quemar en vida o en obra.
Ojalá y la UNAM y México se vean en el reflejo de esta apretada síntesis de nuestras coincidencias con la Alemania de 1933 a 1936.
Hitler contaba con las Fuerzas Armadas, la burocracia, el Partido y las élites parásitas del poder. No así con las universidades, el libre pensamiento, la deliberación de contenidos, la evaluación y medición de resultados. La inteligencia alemana, pues.
La idea no conoce de rejas, pero la inteligencia alemana tuvo su “hora de descuido” y no pudo ver —al igual que la rana no ve desde el agua su punto de ebullición— el camino al infierno. Algunos lograron sobrevivir huyendo o superando los campos de concentración y trabajos forzados, la gran mayoría murió con su saber, derechos y libertades. El pensamiento sobrevivió para recordarnos lo que pasa con los pueblos que se des-cuidan.
No tengamos nuestra hora de descuido.
El poder se roba de un solo golpe.