Javier Peñalosa Castro
El viernes 11 de octubre Enrique Peña Nieto volvió a las andadas de la demagogia al describir ante un grupo de presuntos emprendedores —a quienes, tal vez en el ánimo de curarse en salud, dijo que “ningún tropiezo es permanente”, y exhortó a invertir en México— los logros que sólo él y sus incondicionales, encabezados por su lugarteniente Videgaray, perciben en la economía del país y —en el discurso— hacen extensivos al bienestar de los mexicanos.
Peña presumió que durante los casi tres años que lleva en el poder se han creado más de un millón 600 mil empleos y dijo que estas cifras no se habían alcanzado durante los últimos cinco sexenios (o sea que ni su ayatola Salinas, el que decía que México estaba a un paso del desarrollo económico pleno y sostenido, salió bien librado de la comparación); también celebró la reducción de tarifas en telefonía e Internet (aunque no sea graciosa concesión de los oligopolios que hay en el país, sino exigencia del entorno global); la supuesta prosperidad de los emprendedores (de cuyo éxito se conocen contadísimos casos); los avances en materia de reforma energética, que son inexistentes o, en el mejor de los casos, imperceptibles, y la llamada reforma educativa, a la que definió como la más importante, y cuyos alcances, más allá de las presiones y los chantajes a los sindicatos de maestros y a los maestros mismos, nada más no se ven, pese a que el niño Nuño ya se apoltronó en la silla que alguna vez ocupara Vasconcelos, la cual, por cierto, se ha constatado que le queda enorme. Peña dijo que en la educación se cifra el futuro exitoso de niños y jóvenes. Lo que no dijo es cómo va a mejorar si la medicina que se le aplica al paciente son las sangrías (presupuestales), hace muchos siglos proscritas de la terapéutica médica.
Volviendo al tema económico, ciertamente hay sectores, como el de la construcción en las grandes urbes, que parecen vivir un gran auge; y no es que nos guste ser aguafiestas, pero el ejemplo global, del que existen ejemplos muy aleccionadores, es que tras el sobrecalentamiento del sector inmobiliario sobreviene el derrumbe, la insolvencia de deudores para pagar las hipotecas de bienes que adquirieron a precio de oro con el espejismo de las “cómodas mensualidades” y tasas de interés relativamente bajas, y que éste es el inicio de males económicos mayores para los países y para sus ciudadanos.
En la ciudad de México, por ejemplo, donde la creación de empleos está lejos de ser el paraíso que pinta Peña Nieto, casi constantemente se construyen enormes torres de oficinas que difícilmente llegarán a ocuparse aun al paso del que le habla al Presidente su camarilla de incondicionales. Lo mismo ocurre con los departamentos, cada vez más pequeños y más caros, para los que casi todos los bancos ofrecen préstamos hipotecarios, y que cada vez parece más difícil que alguien termine pagando, por mayor que sea el plazo fijado para hacerlo.
Por supuesto, absolutamente a nadie conviene que continúe lo que parece una burbuja inmobiliaria similar a las que se dieron en muchos países de Europa y en el propio Estados Unidos, por las desgracias que su eventual estallido ello representaría para el País y para su gente. Sin embargo, todo apunta a que pata allá vamos, y lo peor es que no aprendemos las lecciones de la historia, pese a lo reciente de la llamada crisis del Fobaproa (hace 20 años). O tal vez la falta de voces de alerta se deba a que los bancos ya saben, por experiencia propia, que el gobierno saldrá a rescatarlos, so pretexto de que a quienes apoya es a los mexicanos.
España vive una situación socioeconómica muy grave desde hace varios años, pero su gente, tal vez aún con el recuerdo de los indecibles apuros económicos que se vivieron hace un par de generaciones con el franquismo, se ha dado maña para capear el temporal, gracias a la solidez de la institución familiar, que continúa socorriendo a los parientes en desgracia y, en buena medida, y a los subsidios gubernamentales a los “parados” que, si bien con limitaciones, reciben los más necesitados. Aquí, sin embargo, esa prestación simplemente no existe, por lo que a los más pobres no les queda más que esa misma solidaridad familiar, que parece no tener límite, a la que se suma la de compadres, amigos y vecinos.
El régimen sigue creyendo que es posible construir una reputación basada en cifras manipuladas, campañas de propaganda, y declaraciones de defensores tan desprestigiados como el expresidente Vicente Fox (verdadera inspiración de Donald Trump, al menos en cuanto a imprudencia y diarrea verbal), quien califica de bueno el trabajo de Peña Nieto y desestima las graves violaciones a los derechos humanos y el creciente ambiente de violencia que caracterizan al régimen. Sin embargo, el hartazgo es cada día mayor y, en el mejor de los casos, éste se desfogará en las urnas en 2018. De nuevo, es importante cuidar que el descontento no se traduzca en la elección de un liderazgo fallido, como el que encarnó el lenguaraz Fox en 2000 y que tanto nos recuerda el Bronco neoleonés de este 2015.