Por: Héctor Calderón Hallal
En el presidente Andrés Manuel López Obrador no hay una neuropatología; hay una mala intención o quizá una inercia provocada desde los tiempos en que buscó el poder a como diera lugar y por los medios que fuesen y que hoy se refleja en un afán perpetuo por “salirse con la suya” a como dé lugar, le asista o no la razón o la justicia.
Esta afirmación es constante en varios y muy destacados profesionales de la psiquiatría en nuestro país. Dos de ellos, profesionales cuyos nombres nos reservaremos por esta vez, han dicho públicamente que a pesar de que han venido modulando y acotando sus diagnósticos sobre el Jefe del Ejecutivo desde sus tiempos de candidato sempiterno de la oposición antisistémica mexicana, los resultados de esos dos dictámenes psiquiátricos son coincidentes: No es ni neurótico, ni psicótico, como se pudo haber manejado en algún momento, al inicio de su gestión o antes, durante sus tres campañas electorales anteriores.
López Obrador es un manipulador “consciente”, para lo cual puede recurrir en algún momento de su desempeño a la mentira discursiva. Es decir: sostiene –por convicción y por estrategia política-, toda razón dicha a su pueblo, aunque esté carente de veracidad.
Posee una personalidad psicopática-modificable, con los siguientes rasgos: Su conciencia personal o su juicio, no está soportado por valores morales como él lo ha declarado, por el contrario, es un juicio totalmente a conveniencia, temporal y removible según su propio interés. No califica ni delibera sus actos públicos o privados; desecha el arrepentimiento y la culpa. Por el contrario; su idea personal de deliberación juiciosa, es la que marca el molde de lo que para él es correcto o incorrecto. Su conciencia le impone sus propias leyes y reglamentos de conducta. Y las aplica con rigor extremo. Como todo psicópata… como la mayoría de los políticos con aires de caudillo.
Posee una notoria falta de empatía, piedad, misericordia o proximidad social por todo aquel individuo que no le sea afín a su ideología política. A saber: nunca le removió ni una fibra interna la existencia de más de 3 mil niños enfermos de cáncer sin medicamento; no le conmueve el sufrimiento en por lo menos 125 mil familias mexicanas donde hay un muerto por Covid-19; le negó tajantemente cualquier apoyo (tregua fiscal) a los micro, pequeños y medianos empresarios al inicio de la pandemia, declarando que “si quiebran es bronca de ellos” y señaló con sorna que la pandemia como gobierno “les había caído como anillo al dedo”, para poder imponer a sus anchas, los planes de instauración del autoproclamado nuevo régimen.
Otro rasgo notorio en el ‘Primer Magistrado de la Nación’, es que no sólo no le conmueve el dolor ajeno del ‘adversario político’ (enemigo acérrimo para él), sino que disfruta de su dolor, su tragedia o su sufrimiento extremo.
La forma tan burda en que se ha dirigido desde siempre a los profesionales de la comunicación que han osado criticarlo o señalar los errores de su gobierno confirman este anterior rasgo. El más reciente incidente contra Joaquín López-Dóriga, contra quien en una de sus conferencias mañaneras enderezó una innecesaria humillación que, viniendo desde la instancia máxima del poder en un país que se asume por definición constitucional como demócrata y libre, resultó realmente oprobiosa.
El mandatario arremangó al comunicador desde su posición legalmente avasalladora, desempolvando un viejo cartón donde al comunicador se le “pinta” reprochándole al actual presidente la falta de “chayote” o “embute”, como vulgarmente se le reconoce a los sobornos con los que históricamente los políticos –del mundo, no nomás de México- corrompen el criterio editorial de los profesionales de la comunicación.
Esa fue una acusación-humillación muy grave de parte del presidente contra ese profesional de la comunicación porque, sin ofrecer pruebas, hasta hoy, su irónico y humillante señalamiento sólo ha quedado en una vil difamación.
Muy a la manera de aquel recordado Virrey de la Nueva España en el siglo XVIII, Carlos Francisco de Croix (1766-1771), el presidente López Obrador pretende que no opinemos siquiera sobre los asuntos públicos que desde luego nos atañen: “Los vasallos –dijo el virrey aquel- han nacido para obedecer y callar, no para opinar sobre los elevados asuntos del gobierno”…. Esto por supuesto no operó en la finalmente exitosa historia política del ahora presidente López Obrador. Turbulento, locuaz, inquieto, contestatario, fue capaz –sin que nadie lo limitara- de construir su propio bullicio político; y ha sido capaz también de amenazar o “parapetar” lo que él llama su “tigre asesino multitudinario”… sobre el que amenaza con cabalgar una próxima mañanita de junio, cuando sienta que le será arrebatada su autoridad moral sobre “su grey”… a punto de votos.
Y cabalgará sobre ese tigre imaginario, corriendo el riesgo que señala el proverbio chino, “al no poderse bajar del lomo de la fiera cuando él quiera”.
Cabalgará como lo hizo Mehmed a bordo de su equino, ingresando a la milenaria Catedral de Sofía en la antigua Constantinopla, comandando a un puñado de nómadas Otomanos atrevidos, integrado por prisioneros y mercenarios, que le exigieron decapitar a miles de fieles refugiados en ese templo, como primer acto de gobierno a la toma de la capital del inmenso Imperio Romano de Oriente en el siglo XV.
Caída absurda e inexplicable del más grande imperio que jamás haya existido, donde la eficiencia legal como administrativa, la mística de servicio y la plena competencia del Estado Romano Bizantino, dieron cauce a una prolongada etapa de coexistencia pacífica y aculturación entre Europa occidental y oriente medio; una etapa de plena comunicación e intercambio comercial que aceleró la historia del mundo.
Etapa sólo rota por la traición y la acción nociva como ambiciosa, de pueblos que hasta entonces fueron bárbaros y minoritarios, sin ley ni orden, que se atrevieron a desafiar a lo establecido, inspirados en sistemas de gobiernos tipo Oclocracia.
Concepto surgido en la antigua Grecia, pero rescatado por el filósofo escocés James Mackintosh, a inicios del siglo XIX, caracterizado por ser el gobierno de “la plebe tumultuosa”; es decir, por el despotismo de una muchedumbre anárquica y abusiva… no precisamente por el gobierno de una sociedad justa y sensata… o del “pueblo sabio”, a través de un sistema de justicia.
La Oclocracia estuvo presente siempre en los Hunos de Atila, en los bárbaros Germanos, los Godos, los Ostrogodos y hasta en los propios Romanos de Occidente, que se extinguieron al traicionar a sus descendientes, los casi impecables Romanos de Oriente; el eficiente Estado Romano Bizantino.
Mal empieza México el tercer decenio del siglo XXI, con una Oclocracia como régimen o como forma de vida pública.
Porque en eso sustenta el presidente López Obrador su amenaza de “soltar al tigre”. Según él se siente respaldado en esa “oclocracia” que ha consolidado.
Urge que a la propuesta opositora al partido del presidente, se le sumen las universidades, las iglesias, los clubes de servicio, los sindicatos, la empresa privada y todo aquel que tenga claro que en estos momentos se requiere un equilibrio político que sea proveído por un contrapeso en el gobierno para este 2021… en las cámaras legislativas, básicamente.
El país no puede quedar un trienio más en las manos de un autócrata que se hace respaldar por un sistema donde gobierna la turbamulta y la ley es despreciada. Los partidos que se oponen, sólos, no van a poder provocar ese equilibrio. La sociedad que no apoya a la 4 T, tiene que ayudarles a difundir y a concientizar.
Autor: Héctor Calderón Hallal
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