Odisear / 13
Mauricio Carrera
¿Y qué con Laertes, padre de Odiseo, esposo de Anticlea?
No se le ha mencionado en este periplo de palabras, estas vidas unidas por la verdad de las mentiras, este reto de crear literatura breve y diaria.
Lo más fácil es hacerlo un desgraciado, un desobligado, un macho de primera, acorde con los estereotipos que corren. No lo haré. Hay hombres buenos y malos, mujeres buenas y malas. Además, la vida son matices, una complejidad más allá del blanco y negro o del deber ser de las morales imperantes. La literatura, si se quiere seria, se pone tapones de cera para no caer en el hechizo del canto de las sirenas de la corrección política o de las modas editoriales.
Como Sófocles, el de la tiendita de la esquina, quien se jactaba de leer un libro diario, decía:
-Al hombre perverso se le conoce en un sólo día; para conocer al hombre justo hace falta más tiempo.
Laertes, cansado de trabajar y trabajar en un país donde si no transas no avanzas, escuchó la voz de los vientos del norte. Lo conversó entre lágrimas con Anticlea, y tras darle vueltas y más vueltas, deshojar la margarita del me quedo aquí y nos faltará siempre el dinero o me voy a la esperanza y a lo incierto, le dio un beso y un abrazo a su hijo, otro abrazo, otro beso y una noche de encendido y triste amor a su esposa, y se largó a buscar la vida en inglés, en nostalgias y en dólares.
Anticlea se enjugó el llanto y le dijo algo que leyó en un periódico utilizado para envolver papaya:
-Entonces, vete si es necesario, pero recuerda: no importa cuán tontas sean tus acciones, los que te aman te seguirán queriendo…
Así que Laertes se fue, no como quien sale a buscar cigarros, no por cabrón, sino por estar harto de no dar pie con bola, primero al Chuco, donde pasó unos meses, y después, siempre al norte, el sueño arduo y peligroso del norte, a Sacramento, Reno, San Luis Missouri y Chicago.
Nunca trabajó más en ese tiempo que en toda su vida. Del dinero que ganaba, la mitad la mandaba a Anticlea. Le escribía cartas a su familia. Nunca se quejaba, por peor que la pasara. Conoció, es cierto, de buenas borracheras con cerveza y con whiskey, de algunos lechos tibios de mujer, de estar a solas sin los desacuerdos conyugales, de la tentación de mandar todo a la tostada y de cortar lazos con México y su familia, pero también de fríos, soledades, injusticias, engaños de hombres y de mujeres, pies cansados, dolor de corvas, melancolías por estar lejos del hogar y de la patria, sintiéndose miserable por no estar con Odiseo y jugar con él a serpientes y escaleras, al turista o a la pelota. Sólo una vez, en una de esas cartas que escribía con su letra nerviosa y apretada, dijo algo así como “en mi cuerpo mísero se acumula el triste destino de los hombres”.