Mauricio Carrera
Ser hombre es duro. Hay que trabajar y trabajar de sol a sol y de sombra a sombra. La chamba, que es obligación y condena. Laertes, en Estados Unidos, se partía el lomo para ganarse unos dólares y mandar dinero a casa. Muchas veces se sintió tan cansado como si fuera a morirse de agotamiento. Ya llevaba año y medio de andar por aquí y por allá. Las manos encallecidas y un dolor en la espalda baja que persistía a veces hasta el insomnio o las lágrimas. Claro, cuando podía, se echaba unos tragos o disfrutaba de compañías femeninas que nunca quiso permanentes. Extrañaba a su familia. Así, aunque muchas veces estuvo tentado de mandar a volar todo, de quedarse para siempre y hacer familia del otro lado, siempre se arrepentía y ansiaba regresar a Mexico, abrazar a Anticlea y a Odiseo.
Ahora se encontraba en Seattle, a punto de embarcarse para atrapar cangrejos en las islas Aleutianas. Buenísima paga, una chamba de los mil demonios, peligrosa y lejana, en aguas tormentosas y heladas. Laertes se imaginaba estar a bordo y lo único que temía era marearse y vomitar frente a todos. Ya tenía el contrato en la bolsa, seis meses de arduo trabajo y los suficientes dólares como para pensar en regresar a México como esposo y padre pródigo.
Ya le habían dado su uniforme, sus botas altas de plástico, un overol impermeable, una chamarra también impermeable, todo de color amarillo, por ser un color facil de distuinguir entre las olas, en caso de que por accidente o algún temporal furioso cayera por la borda a la inclemencia del agua fría.
-Diez minutos máximo para rescatarte, antes de empezar a congelarte –le había advertido Encarnación Maldonado, un paisano de Celaya que ya había pasado una temporada en los mares de Alaska.
Lo encontró en el Cesar’s de Stateline, donde despilfarraba su generosa paga de pescador de cangrejos en adorar al dios Birján, en las verdes mesas de blackjack. Como todo buen jugador que se precie, Encarnación Maldonado creía en los golpes de suerte, más allá de las supersticiones de patas de conejo o tréboles de cuatro hojas. Era soltero, su familia se había matado en un accidente carretero cerca de Pénjamo, así que podía hacer con su dinero lo que le viniera en gana.
-Lo vas a perder todo, hasta los calzones –le había advertido Laertes.
-Si me arrejunto con alguien, también lo voy a perder –razonaba.
Fue él quien lo convenció de probar fortuna en las aguas del norte.
-En seis meses ganarás lo que en siete años vestido de romano, con tu faldita de niña –le agarró las piernas nada más por jugar.
-¡Ora! –lo rechazó Laertes-. Estese quieto, que no me gusta la carne de burro.
Encarnación Maldonado tuvo golpes de suerte y también rachas de pérdidas constantes. Se sentía un ganador a punto de quebrar la banca o se alzaba de hombros, derrotado, como si nada en la vida importara. Aguantó y aguantó unos meses, hasta que tuvo que optar por darse un tiro o encontrar trabajo.
-Piénsalo. Yo, en un mes más y me largo a Seattle –le dijo.
Laertes lo pensó. Lo de siete años en seis meses sonaba atractivo. Con ese dinero se regresaría de inmediato a México. Extrañaría a las gringuitas, su modo de ser libres, incluso en la cama, pero ya no tendría que andar en busca de jales todo el tiempo. O de aguantar malos patrones. Llegaría a casa a descansar, a rascarse la panza. A jugar con su hijo. Eso, a jugar con Odiseo. A pasearlo. Mira, las pirámides. Mira, la Torre Latinoamericana, qué alta, no se cae ni con el temblor más fuerte. Mira, el zoológico de Chapultepec. Lo llevaría a remar a las lanchas del lago. Le enseñaría a jugar futbol americano. Tal vez lo metería a jugar a alguna liga infantil. Lo imaginaba, con una sonrisa de orgullo: mi Odiseo de coreback…
Aceptó, renunció al Cesar’s y viajó con Encarnación Maldonado –Chon, como con familiaridad comenzaba a llamarle- en un greyhound que los llevó a San Francisco, en otro a Portland y de ahí , en un viaje de cinco días, a Seattle.
-Mira –hizo caso y volteó. Una montaña enorme le hizo recordar al D.F. con sus volcanes.
-Mount Rainier informó Chon.
La ciudad los recibió con una de sus acostumbradas lloviznas.