Odisear / 33
Mauricio Carrera
Argos aullaba en la noche, lo que enojaba a Icario.
-Ya, que se calle, que nos deje dormir.
Apartó las cobijas, se levantó de la cama y se dirigió a la recámara de Penélope. Intentó agarrar al perro, reprenderlo como él sabía, a punta de golpes, pero su hija se interpuso, lo protegió con su cuerpo.
Llegó Peribea y calmó los ánimos. Lo mandó de nuevo a dormir. Se puso del lado de su hija, acarició a Argos, lo tranquilizó, y cuando dejó de aullar, le dijo a Penélope:
-Te voy a contar una historia, la del perro que tuve de niña. Era un lobo.
Penélope se acomodó en su regazo, abrazó a Argos junto a ella y la escuchó.
-Tu abuelo, que ya te he dicho, se llamaba Palinuro, era piloto de un barco, el Eneas. No lo conociste. Murió poco antes de que me casara con tu padre. Un hombre guapo y fuerte, hecho para la vida en el mar. Supo más de tormentas y olas, que de tráfico en las ciudades o salir a comprar el pan. Se ausentaba por meses. Lo extrañaba. Mi mamá, también. Ella lloraba por las noches.
La escuchaba decir: que no se lo coma un tiburón, que no tenga un amor en cada puerto, que siempre regrese a mí, que no nos olvide. Siempre regresó. Lo hacía cargado de historias y regalos. Me hablaba de lugares lejanos, de Molokai, Nueva Caledonia, Ushuaia, Yokohama. Me trajo muñecas de muchas partes, además de objetos como un cazador de sueños, una ágata mágica de Borneo y un frasco para guardar tristezas de Cartagena. Un día llegó con una caja de zapatos.
“Ábrela”, dijo, “es para ti”. ¡Un cachorro de perro! Qué digo un cachorro, un cachorrito, el más hermoso que te puedas imaginar. Se lo había vendido un cazador que conoció en Anchorage, sí, en Alaska. Le dijo: “Es un malamute. Un perro de trineo”. Eso creyó mi papá. Eso creí yo también. El malamute creció, yo era feliz con él. Su aspecto no era del todo agradable. No parecía un malamute, como el que mostraban las fotografías en las enciclopedias. Tampoco era muy dócil, que digamos. Mordía lo que estuviera a su alcance.
De por sí huraño, al ponerse intranquilo o furioso, se le erizaba la pelambre gris y crespa. Además, no ladraba. Y, cada que había luna llena, aullaba. Sí, como Argos, pero de una manera más estremecedora. Infundía miedo cuando se ponía a aullar, como si pronosticara alguna tragedia, algo malo por venir. Era bravo y obedecía poco, casi nada. A mí, sólo a mí, me hacía caso. Estate quieto, y se estaba. Deja de gruñir, y lo hacía. Le enseñé incluso a sentarse y a traerme un palo que le aventaba. Será que lo llené de cariños. A los demás les gruñía en actitud de amenaza. En la calle o cuando había visitas, les mostraba los colmillos, entre receloso y dispuesto a atacar.
Era temido y no faltaba quien se refiriera a él como El demonio. Resultó que lo llevamos al veterinario y nos dijo: “Es un lobo”. Recomendó tenerlo siempre bien atado y de preferencia dentro de una jaula. Mi mamá no le tenía miedo, yo tampoco, así que no lo hicimos. El lobo quedó libre en el patio. Cuando mi papá regresó de otro de sus viajes, se sorprendió de verlo.
No hubo necesidad de decirle nada, él mismo lo notó, boquiabierto. “Es un lobo”, dijo, como si contemplara la transformación de un dulce cachorro a un incomprensible monstruo. Nieve se le fue encima, intentó atacarlo, morderlo, y sólo porque estaba bien atado, no lo hizo.
-¿Nieve? –preguntó Penélope.
Argos paró una oreja, como interesado.
-Sí, así se llamaba. Le puse Nieve porque de cachorro era blanco, blanco, y porque de ahí venía, de los nevados bosques de Alaska.
-¿Y qué sucedió con Nieve?
-Lo envenenaron. No supimos quién ni por qué. Los vecinos, acaso, temerosos de que los mordiera o hartos de oírlo aullar.
Penélope, en un juguetón sobresalto, le tapó las orejas a Argos.
-No escuches eso –le dijo.
Argos no escuchaba. Dormitaba con dulzura, con la soberana paz de los cachorros.