Mauricio Carrera
Anticlea era mexicana de nacimiento y también por sus costumbres. Madre bondadosa y abnegada, madre sólo hay una y como tú ninguna, madre diez de mayo, madre que sacrifica todo por el bien de sus hijos, madre nacida del mejor melodrama del cine nacional, madre consentidora, madre chambeadora, madre que es ángel, abrigo, consuelo, amor sin condiciones.
Por supuesto, hacía suyas frases como:
-Yo, que te di la vida…
-Un día me vas a matar de un coraje…
-Te voy a dar un par de si no levantas tu desorden…
-¿Estoy pintada o qué…?
Era de las de chancla y mano amenazante, si bien nunca le pegó, ni le dio de cinturonazos ni le volteó la boca de una buena cachetada llena de maternal ternura. “Ahora te duele, pero algún día me lo vas a agradecer”, afirman las de la vida con sangre entra. Ella no. Si lo intimidaba, si lo amenazaba con darle sus buenos cuatepines, era para que no se le descarriara, porque se sentía muy sola, con la enorme responsabilidad de sacar adelante a su hijo, sin la mano firme de su Laertes allá del otro lado, y porque sólo eso se le ocurría, la advertencia de un buen escarmiento, para llevarlo por el camino del bien, no del relajo por el relajo. Ella sabía de los peligros allá afuera, de las tentaciones, de la gente mala, de las drogas, de los robachicos. Por aquel tiempo había rumores de una banda liderada por un tal Circe, que secuestraba niños y dejaba en su lugar un cerdito. Y los de la banda de los Galenos, que robaban niños morenos y pobres para matarlos y vender sus órganos a padres de niños ricos y rubios con necesidad de un trasplante. Y el lestrigón, que qué susto, qué bueno que no pasó a mayores, que lo violen una y otra vez y se repudra el maldito en la cárcel.
Era una madre con diez de calificación.
Hay madres así, que ni qué.
Hoy, este tipo de madres está en desuso, pero son los tiempos que corren, con las mitologías a punto de quebrarse y los doctores que prefieren cobrar más por una cesárea.
-Yo, que te parí con dolor…
Por eso, cuando Odiseo se perdió, fue como si la tierra se esfumara y se enturbiara el mar. Su sentido de la vida se desvanecía entre neblinas huérfanas. Se sintió insensible a la emoción de los amaneceres y dejó de soñar mil cosas bajo la luz de la luna. Una barba mal afeitada, eso le pareció la esperanza. Una rama rota, las falsas ilusiones. Maldijo a dios y a sus secuaces, por sordos, inservibles, inocuos y egoístas. Se le quebró el animoso esqueleto del alma.
-Soy una madre sin hijo, y así para qué –se recriminaba.
¡Ah, si no le hubiera soltado la mano para pedir un cuarto de chicharrón y de moronga! La culpa era suya y siempre lo sería. Decidió vestir de negro toda la vida, dejar que la tristeza hiciera con ella lo que se le antojara y buscar a Odiseo por cielo, mar y tierra.